Era la imagen viva del optimismo, de la voluntad de carácter. El prolongado martirio a que había sido injustamente sometido por más de cinco lustros no hicieron mella en su semblante. Más delgado y encanecido que en las fotos que por años circularon por el mundo para exigir su liberación, pero con la sonrisa como espejo de la seguridad en la victoria, lo vimos aquel 26 de julio de 1991 en Matanzas, compartiendo la celebración moncadista con millones de cubanos.

Nelson Mandela estaba por fin entre nosotros como lo había estado siempre en la memoria solidaria. Al presentarlo ese día, su anfitrión, el Comandante en Jefe Fidel Castro lo calificó con palabras que todos hubiéramos querido decirle: «…absolutamente íntegro, inconmensurablemente firme, valiente, heroico, sereno, inteligente, capaz (…) Y no lo pienso después de haberlo conocido, lo pienso desde hace muchos años». Pues así considerábamos –y seguimos teniendo– a un ser humano indoblegable y ejemplar, que había resistido todos los intentos por quebrar su voluntad y aniquilar sus ideas por parte de un régimen brutal, y desde la soledad de su encierro había crecido como líder indiscutible de su pueblo en la lucha contra el apartheid.

A los racistas sudafricanos no le quedó otra alternativa que liberarlo. Madiba, como llamaban sus compatriotas a Mandela, sabía que esa era solo una estación en la ruta de hacer triunfar sus convicciones. Ese mismo 1991, entre enero y junio, más de 2 000 negros y mestizos se sumaron a las víctimas mortales de la represión y el odio, contabilizadas en 10 000 desde 1984 hasta la fecha.

Pero ahí estaba él, indetenible, fraguando la estrategia que lo llevaría a vivir el sueño de una nueva Sudáfrica. Y estaba en Cuba, como un hermano.

II

Para Mandela y sus más cercanos colaboradores en el Congreso Nacional Africano (ANC), la Revolución Cubana constituía un referente desde los tempranos años 60. Mac Maharaj, destacado militante del ANC y prisionero político junto con Mandela, contó cómo aun antes de que parte de la dirección de la organización fuera juzgada y encarcelada, comentaban sobre los sucesos de la isla antillana.

«Nos llamaba la atención –escribió– cómo un pequeño país se estaba dando a conocer al mundo por su sentido de la dignidad, a pesar de que frente a ese pueblo se oponían fuerzas poderosas. Yo mismo en más de una ocasión hablé con Madiba sobre lo que los guerrilleros de Fidel Castro habían logrado después de la derrota inicial en el asalto a un cuartel en la zona oriental de la Isla, y de haber sufrido prisión y de componérselas para reorganizar el movimiento y lanzar la insurrección popular. Si los cubanos habían vencido, nosotros podíamos también vencer».

Mandela tuvo noticias de la desinteresada ayuda internacionalista de los cubanos al pueblo angolano. Una de las noticias mejores que recibió en prisión fue la de la victoria de las fuerzas combinadas de angolanos y cubanos en Cuito Cuanavale, que marcaría un punto de inflexión definitivo en el rechazo a la invasión de los racistas a la patria de Agostino Neto y del derrumbe del régimen del apartheid. Ese día Madiba tuvo la certeza de que pronto estaría en las calles de su país para encabezar nuevas batallas.

III

A Mandela todavía lo pretenden desdibujar. Los medios de la industria hegemónica de la información y la derecha suelen presentarlo únicamente como un hombre conciliador. Quien se convirtió en el ícono de las batallas contra el régimen del apartheid, primer presidente negro sudafricano elegido en los inéditos comicios multiétnicos de ese país y objeto de veneración y respeto a escala mundial, fue ignorado y descalificado largo tiempo por políticos y medios de comunicación en naciones que hoy lo reverencian.

Las administraciones norteamericanas por décadas admitieron y sobrellevaron al régimen del apartheid –el historial racista y discriminador de Estados Unidos es harto conocido– y solo cuando la debacle del sistema era inminente, luego de la derrota del ejército sudafricano por las tropas cubanas y angolanas en Cuito Cuanavale, aceptaron la evidencia de la necesidad de pronunciarse por el desmantelamiento del oprobio.

La Gran Bretaña de los tiempos de la Thatcher tildó de terrorista a Mandela, por su liderazgo del Congreso Nacional Africano y la defensa de la línea de la lucha armada como vía para la emancipación de los suyos. Es sabido que mientras se organizaba el concierto por la libertad de Mandela que tuvo lugar en el estadio de Wembley en 1988 y en el que participaron Sting, Simple Minds, Dire Straits, George Michael, Eurythmics, Eric Clapton, Whitney Houston y Stevie Wonder, entre otros, las televisoras comprometidas con su difusión pidieron a los organizadores que no hubiera manifestaciones políticas en la velada, que todo se redujera a la exposición de un «caso humanitario», interdicción valientemente violada por Harry Belafonte al dirigirse al auditorio.

Cartel de «Mandela 100», exposición de la capitalina Casa de África.

Esa visión aséptica y reduccionista del legado de Mandela no deja de tener expresiones recurrentes en el discurso mediático hegemónico de occidente.

Habrá que recordar la incombustible vocación de Mandela por articular justicia y libertad, resumida en las siguientes palabras:

«La paz no es simplemente la ausencia de conflicto; la paz es la creación de un entorno en el que todos podamos prosperar, independientemente de raza, color, credo, religión, sexo, clase, casta o cualquier otra característica social que nos distinga. (…) ¿Por qué dejar que se conviertan en causa de división y de violencia? Estaríamos degradando nuestra humanidad común, si permitimos que eso ocurra».

IV

El 18 de julio de 1918 nació Mandela en una localidad del Transkei. En 1944 se afilió al ANC y desde sus filas, en alianza con el Partido Comunista Sudafricano y otras fuerzas progresistas, luchó contra el recrudecimiento de la política de discriminación y represión de la minoría blanca contra la mayoría negra de su país, incluyendo la vía armada. Era el combate contra una minoría dueña de privilegios económicos y sociales que negó a la mayoría de los pobladores originarios y de otras etnias que en el tiempo habían configurado el mapa demográfico de la nación. Fue detenido en agosto de 1962, juzgado sin garantías y encarcelado por 27 años. El 11 de febrero de 1990 fue liberado.

Su entereza moral y liderazgo político le valieron para conseguir de sus represores el 4 de mayo de 1990 un acuerdo para la resolución del conflicto político, la negociación pacífica, el regreso de los exiliados, la liberación de los presos políticos y el levantamiento del estado de emergencia. Un año después firmó el Acuerdo Nacional de Paz, que hizo posible una nueva Constitución para Sudáfrica.

Votado abrumadoramente por el pueblo, se convirtió el 10 de mayo de 1994 en el primer presidente elegido democráticamente en el país austral.

En su autobiografía El largo camino hacia la libertad (1994), escribió: «Lo cierto es que aún no somos libres, tan solo hemos alcanzado la libertad de ser libres, el derecho a no estar oprimidos. No hemos dado el último paso, sino el primero de un camino aún más largo y difícil».