Cuando el domingo 10 de septiembre los habitantes de Caibarién abrieron por primera vez sus puertas tras casi un día de fuertes vientos y una lluvia constante, muchos no quisieron creer tanta desolación: grandes e históricos almacenes derrumbados, calles intransitables, el mar donde no debiera y un extraño olor a salitre desconocido hasta para los pescadores más avezados.

Sin embargo, más de una semana después el panorama parece otro y, como en toda Cuba, ya el lugar luce menos inhóspito, porque en cada esquina, en sitios insospechados y comunes, uno encuentra seres increíbles que le ponen nombre a la recuperación.

Cuando en 1985 el huracán Kate devastó buena parte de la ciudad y se instaló en la memoria de los pobladores de la costa norte central del país como uno de los peores desastres naturales de su historia, Iván García apenas tenía cinco años y nunca supo de la destrucción ni de los barcos llevados decenas de metros tierra adentro. Tampoco recuerda —según dice— vientos tan fuertes ni ese “sonido como de chicharra por tantas horas arriba de uno”. Para él, aquello era parte de la memoria familiar. Hasta que el pasado 9 de septiembre lo vivió en carne propia.

Cuando el golpe de Irma ya era inminente y el miedo pudo más que el apego a los bienes materiales, Iván se refugió junto a toda la familia en su centro de trabajo, una de las panaderías más céntricas de la ciudad y uno de los lugares adonde primero llegaron las personas en busca de un servicio imprescindible tras el azote de cualquier huracán.

“Después del ciclón estuve las tres primeras noches casi sin dormir —recuerda— porque en esos días nosotros éramos uno de los pocos lugares que podía brindar algún tipo de alimento a la población. Todo estaba en el piso, los mercados cerrados o dañados y la gente venía aquí a cualquier hora para abastecerse de pan. Nuestras primeras producciones salieron casi bajo los últimos vientos de Irma, y todavía seguimos vendiendo”.

Apoyados por un grupo electrógeno, Iván y sus compañeros organizaron dos turnos de trabajo de 12 horas cada uno “para que esto no pare mientras se pueda”, y desde aquel día los siete trabajadores de cada grupo “echan el resto para que al menos no falte el pan en estos momentos difíciles”.

“Es medio día cerca de un horno que suelta un calor intenso, más la preparación de la masa y el resto de las condiciones de trabajo para mantener la higiene. Las colas para comprar aquí no bajan y aunque en ocasiones las personas se incomodan en la fila, muchas veces también nos felicitan y reconocen el esfuerzo desde el primer día. Yo siempre entiendo a todos, porque no hay nadie sin afectaciones y nosotros apenas representamos una pequeña parte de los servicios necesarios”. Iván habla y a veces parece obviar lo relevante de su labor.

Casi de pasada cuenta de su casa rota por el viento, de su despertar a oscuras a las cuatro de la mañana, de la chismosa improvisada para soportar tantos días sin corriente y de las otras noches sin dormir porque “entre el calor y los mosquitos, cuando uno coge el sueño ya casi es hora de levantarse otra vez”.

Como muchos por estos días, tiene algo triste en la mirada y un gesto cansado en el cuerpo. “Es que duele ver una ciudad así” —se justifica— aunque cualquiera que lo haya visto secarse el sudor varias veces durante la conversación imagina además tanto sacrificio inconfesado. Una foto rápida y regresa al vapor de los panes recién terminados, tal vez sin intuir que él, como tantos otros seres anónimos, madrugadores y callados, es uno de los rostros de la recuperación.

Iván García garantiza con su trabajo una parte imprescindible de la alimentación de las personas en tiempos de huracán

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Jorge Luis Vázquez Méndez tiene la piel curtida por el Sol y por los más de 20 años trepando postes como jefe de la Brigada de Cables #3 de Bayamo, perteneciente a la Empresa de Telecomunicaciones de Cuba S.A. Llegó a Caibarién cinco días después de Irma y desde ese momento no ha tenido tiempo siquiera para saber de los suyos, “porque donde nos quedamos tampoco hay luz y los teléfonos están malos también”.

“En Granma el huracán hizo poco y en cuanto nos convocaron arrancamos para acá. Fueron casi 12 horas de viaje en una caravana de 16 carros y 56 hombres. Llegamos al anochecer, dormimos y desde la mañana del día siguiente estamos en las cuadras, porque aquí el viento tumbó mucho poste y mucho cable y la recuperación será dura”, analiza en un breve pase de revista y en una evaluación preliminar de las jornadas por venir.

Jorge Luis habla con la experiencia de su lado. Según cuenta, desde el 2001 integra todas las brigadas de apoyo a las provincias con afectaciones por huracanes, “una misión que nadie quisiera hacer, porque es difícil ver tanta destrucción, pero aquí estaremos hasta el final y ahora solo resta cumplir”, dice como si quisiera animar de más a todos los que lo escuchan.

En una ciudad todavía parcialmente incomunicada por la telefonía fija, el solo hecho de ver en cualquier sitio a brigadas como las de Jorge Luis significa ya una esperanza. “Cuando la gente despierta ya nosotros estamos en las calles. En los sitios donde todavía no hay luz trabajamos hasta que lo permita la claridad del día. Son jornadas duras, porque el calor es intenso y estamos contrarreloj, pero vale la pena en nombre de volver a la normalidad lo más rápido posible”.

Mientras habla, Jorge Luis se preocupa por una rotura en una de las mangueras de su carro, divide la atención, no deja de lado su responsabilidad y atiende la posible solución. “Es que la gente de aquí no puede sola con todo —confiesa— y cada minuto perdido es más tiempo de recuperación. No vinimos aquí para quedarnos parados al tercer día”, y un tono cubanísimo intenta relajar las tensiones.

A la misma hora, en otro lado de la ciudad Pedro Pablo García Valdivia también sigue con atención el trabajo del equipo bajo su mando. Quizás no conozca jamás a Jorge Luis ni sepa nunca de aquel hombre que llegó del oriente cubano para apoyar en las reparaciones, pero comparte todas las ideas del bayamés y sabe también del rigor de trabajar con las miradas de buena parte de la ciudad sobre ellos.

A sus 30 años, confiesa nunca imaginar que el huracán causara destrozos tan grandes y cuenta de lo difícil de ver la tierra natal devastada en apenas un día. Como Jorge Luis, Pedro Pablo también lleva el Sol tatuado en el rostro y aun con menos edad igualmente dirige una pequeña brigada de linieros de la Empresa Eléctrica en Caibarién. “Nuestro trabajo se basa en ver al menos un bombillo encendido. El sacrificio es para eso”, dice como si tantos ojos cansados y el semblante de quienes integran su grupo ya no hablaran lo suficiente.

“Aquí todos salimos de casa a las 5:30 de la mañana y regresamos al anochecer. A veces no hay agua y a esa hora uno tiene que cargarla para bañarse y dejarlo todo listo. Es una situación difícil, pero alguien tiene que hacerlo. La familia entiende, porque ellos también están afectados y como todos quieren la electricidad lo más pronto posible”, asegura.

En las calles desde el día después de Irma, cuando todavía muchos no se recuperaban del golpe y otros tantos comenzaban a limpiar escombros, el grupo de Pedro Pablo agradece cada muestra de apoyo y cada gesto de solidaridad. “La gente brinda café, un poco de refresco o sencillamente un espacio de sombra para descansar. Entre tanta destrucción, con muchas carencias y sufrimientos, siempre hay alguien que te dice: «oigan, aquí hay agua de tomar. Está caliente, pero es suya», y ese tipo de cosas reconfortan”.

Casi cuando termina su historia, el resto del grupo ya tiene listo otro amasijo de cables y los instala de nuevo en su lugar. “Completo aquí” —le dicen—, luego suben al carro y avanzan hasta la cuadra siguiente. Desde lejos, uno los ve desmontarse y comenzar la misma rutina que siguen desde que el huracán los puso, como a los bayameses liderados por Jorge Luis, a trabajar contra el tiempo para devolver la vitalidad a una ciudad que los mira de cerca.

Tras más de una semana sin servicio eléctrico, ver el avance de las brigadas de linieros es una gran esperanza para los habitantes de la ciudad

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Ricardo González Vázquez tiene 63 años y fumar tabaco desde los 24 le ha dejado una voz gutural, como con eco. Tiene un hijo en prisión y desde hace casi una década vive solo en una casa de cuatro habitaciones, techo de tejas y un portalito donde en las tardes se sienta en la única silla del lugar “solo a esperar que le llegue el sueño”. Sin embargo, desde hace más de una semana Ricardo duerme menos de lo normal.

Cuando habla, cuando uno lo ve gesticular con el tabaco encendido entre los dedos y abrir mucho los ojos —quizás para expresar mejor lo que piensa— apenas imagina que de este hombre dependió buena parte de la vitalidad en los servicios de salud en el policlínico más concurrido de Caibarién mientras Irma descargaba su furia sobre la ciudad.

“Yo soy el encargado de atender el grupo electrógeno que desde el día del ciclón le da corriente al edificio. Desde el 8 de septiembre, cuando se fue la luz por primera vez, estoy al tanto del combustible y del mantenimiento, porque aunque la planta es automática no puedo correr el riesgo de que se apague o sufra algún daño y deje de funcionar esto aquí”, cuenta mientras no puede evitar un aire de sano orgullo.

Su rutina es sencilla y vital. Despierta a las cinco de la mañana, hace café, prende el tabaco y sale a chequear el equipo, lo controla durante todo el día y en las noches, cuando quedan menos pacientes, regresa a su casa a descansar un poco. En la madrugada lo revisa todo de nuevo. “A esa hora nada puede fallar. Quien va al médico a las dos de la mañana es porque tiene un problema serio de salud y a veces en pocos minutos se juega la vida”, reflexiona.

Esa sensación le creció la noche del huracán. Cuando el peligro era mucho más que un simple pronóstico, todos los pacientes ingresados en el único hospital de la ciudad fueron trasladados hacia el edificio donde él trabaja. “Aquí teníamos ancianos graves, otros incapaces de valerse por ellos mismos y acompañantes también, y hubo un momento en que la cosa se puso fea de verdad”. Ricardo cuenta cómo tuvo que comprobar la planta y correr hacia el interior a reforzar las puertas, “porque si el viento entraba se moría todo el mundo ahí”, y cuando dice eso no cambia la mirada, como para evitar que uno lo tilde de alarmista.

Como a muchos, Irma también le llevó parte del techo de su casa y le dañó algunas ventanas. Aun así, con su voz gutural de tantos tabacos y sus ojos grandes y expresivos, Ricardo González desanda desde hace más de diez noches el camino entre su vivienda y el centro de trabajo, encendiendo luces y apoyando a médicos y enfermeras, como si encontrar el sueño en el portalito de una sola silla hubiera quedado pospuesto hasta tiempos menos convulsos.

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Son más de las tres de la tarde y desde hace horas a Wilfredo López se le terminó el café que desde el amanecer guardó en un pomo plástico, junto al agua, un par de guantes y el sombrero grande para cuando apriete el Sol. “El café es el combustible de nosotros aquí y por eso lo traigo siempre” —dice sin grandes protocolos— y un grupo de sus compañeros de trabajo lo mira con aprobación y agrega opiniones similares. Todos visten parecido a Wilfredo y todos hablan como él: desinhibidos y naturales. Junto a él, forman una de las tantas brigadas que desde hace días recogen los desechos sólidos, escombros y árboles caídos luego del paso de Irma.

“Estamos en la calle desde el 11 de septiembre —cuenta Wilfredo, a todas luces el vocero del grupo—. Aquí el ciclón tumbó matas que uno nunca imaginó ver en el suelo y dejó todas las cuadras llenas de ramas y escombros. Eso hay que recogerlo para que puedan avanzar más fácil los carros de los eléctricos, por ejemplo, o para evitar las enfermedades. En eso estamos desde el primer día”, agrega.

Para Wilfredo López (el segundo desde la izquierda) el trabajo del grupo garantiza el acceso a los barrios de servicios importantes como las brigadas eléctricas o telefónicas

Sentado sobre un muro que antes fue cerca, Wilfredo habla de todo cuanto el huracán se llevó, de las 12 horas con vientos fuertes, de las casas de la costa con el mar de frente y de lo largo de una recuperación como esta. Sin embargo, dice también de la ebullición en las calles y de la ayuda de las personas, “aunque algunos no valoren el sacrificio y saquen basura cuando ya pasamos por su casa”.

Con 46 años, su jornada comienza antes de las seis de la mañana y termina cuando llega la noche. “Es difícil porque también soy damnificado y casi ni he podido estar en la casa reparando las cosas, pero en tiempos como este dos manos más sí hacen la diferencia. No es lo mismo una calle intransitable a una al menos limpia. Es solo la parte de nuestro esfuerzo”. Su diálogo es objetivo y franco. Wilfredo es un hombre humilde y sabio.

Como él, otros muchos habitantes de la costa norte central del país vieron cómo el intenso huracán Irma les dañó viviendas, centros económicos, calles, monumentos e infraestructuras tan vitales como la eléctrica y la telefónica. Sin embargo, en un acto espontáneo de movilización popular, cada cual a su manera deja su nombre en el largo y difícil camino de la recuperación.

(Tomado de Cubadebate)