Son muchos los recuerdos que hoy inundan mi mente; al pensar en los meses que pasé a tu lado comienzo a extrañar cada momento, cada segundo, hasta el más insignificante detalle.
A tu lado aprendí que a veces las personas nos enamoramos de momentos, de lugares. Se me hizo costumbre observar con admiración tu belleza física y querer ser parte del gran paradigma que transmites a diario.
Tú me enseñaste que el café no tiene horario cuando se trata de formar parte de ti; que la mejor experiencia que me bridas a diario, es despertar rodeada de quince chicas a las que cada día amo más y se convierten en parte de nuestra familia; que compartir el baño, el salón, las horas de estudios, y hasta una prenda de vestir con ellas, no es un sacrificio sino un privilegio.
Me habituaste a correr por los pasillos para ser puntual; y a saber que, aun en pleno sofoco, el abrigo debe ser un accesorio en mi maleta que me acompañará en las frías madrugadas de estudio en el comedor; que los de Humanidades siempre competiremos con los de Eléctrica y lucharemos por ganar esa interminable batalla, pero con ellos mismos, tocamos la guitarra y hacemos música en las escaleras del 900 hasta el amanecer.
Contigo aprendí, que a veces una señora gritando sin compasión es sinónimo de alegría, y que aun cuando todos en la mesa terminábamos de comer, era divertido quedarse hasta las ocho de noche para escucharla gritar con fervor “el doble”.
Te convertiste en mi más grande amor. Se convirtió en un vicio contemplar tu belleza y ser parte ella. Tú me diste una familia, la mejor de todas.
Hoy te recuerdo con anhelo y pretendo vislumbrar a menudo los recuerdos que guardo de ti, pues tengo miedo, tengo miedo de olvidar los momentos que me ofreciste, de que siga pasando el tiempo y no pueda seguir disfrutando del mejor hogar del mundo, de la mejor familia del mundo.
Por Giselle Molina Ocampo