A 169 años del natalicio de José Julián Martí y Pérez le traemos un grupo de anécdotas sobre el más universal de los cubanos, nuestro más sincero homenaje a José Martí.

 “Un loco…, pero un loco peligroso”

“A nada se va con hipocresía. Porque cerremos los ojos, no desaparece de nuestra vista lo que está delante de ella. Con ponerle las manos al paso, no se desvía el rayo de nuestras cabezas”.*

Con la firma del Pacto del Zanjón, el 10 de febrero de 1878, se permite a los exiliados por causas políticas que puedan regresar a la Isla; esta ocasión es aprovechada por Martí y su esposa, que le insistía constantemente regresar a Cuba. De esta manera, arriban al puerto habanero el 31 de agosto de ese mismo año, a bordo del vapor Nuevo Barcelona, José Martí y Carmen Zayas-Bazán, quien traía en su vientre al futuro Ismaelillo.

Rápidamente, Martí hace relaciones con independentistas cubanos y no se esconde para defender los ideales patrióticos. Alcanzó gran connotación dentro de la intelectualidad de la capital, lo que le permite ocupar el puesto de secretario de la Sección de Literatura del Liceo de Guanabacoa, donde el 27 de abril de 1879 se le ofreció un homenaje al violinista cubano Rafael Díaz Albertini.

Entre los invitados aquella mañana al homenaje, se encontraba el capitán general español Ramón Blanco, gobernador militar de Cuba. Al finalizar un concierto de piano y violín, se le pidió a Martí que hiciera entrega, a nombre del Liceo, de una corona de flores al homenajeado. Por lo que Martí subió al escenario y pronunció unas palabras improvisadas sobre las artes; sus palabras recorrieron toda Europa, con nombres de reconocidos artistas y con un dominio sorprendente de variados conceptos artísticos que dejaban boquiabiertos a los presentes. Fue tejiendo sus palabras y se introdujo, poco a poco, en el amor a la libertad y a la independencia. Fue tan hermoso su discurso que recibió una gran ovación al finalizar sus palabras.

Más tarde, mientras se disfrutaba de una bebida refrescante alrededor de una mesa, el doctor Antonio Díaz Albertini, hermano del violinista, le preguntó al capitán general su opinión sobre el hermoso homenaje brindado a su hermano.

—Brillantísima— contestó este. —Lo único que no me ha parecido bien fue el discurso de aquel joven— y señaló disimuladamente a Martí.

Albertini le contestó:

—Pero él no ha dicho nada, general—.

A lo que contestó el gobernador:

—Precisamente por eso, por no haber dicho nada de España; ni de sus artistas que los ha tenido y los tiene tan buenos como la primera nación del mundo, y por haber olvidado en su veloz carrera, que en esta sala se hallaba el representante de España en esta hermosa tierra, por eso he dicho que no me pareció bien su discurso. Quiero no recordar lo que he oído y no concebí nunca que se dijera delante de mí, un representante del gobierno español: voy a pensar que Martí es un loco…, pero un loco peligroso.**

¡Es José Martí!

José Martí se insertó, talento mediante, en el mundo cultural de México, participando de manera activa en la vida sociocultural del país azteca. Sobre una de esas muestras de sobrada capacidad y talento, recordaría el poeta y periodista mexicano Luis G. Urbina varios años después:

Era una tarde de sol, no la olvidaré. Yo caminaba con rumbo al Paseo de la Reforma, en mi México, y aspiraba el fresco olor de tierra mojada, porque horas antes había caído un torrencial aguacero. Los amigos nos habíamos dado cita en el taller del escultor Contreras. Se nos había llamado a literatos y periodistas para que viéramos una estatua de bronce de Nicolás Bravo, generoso héroe de nuestra independencia, concebida y moderada por Contreras, destinada a decorar un paseo de la vecina ciudad de Puebla. Al llegar, en un cobertizo al fondo, pude ver a lo lejos al grupo de mis amigos en el que sobresalía la figura de Justo Sierra —blanca y soberana cabeza de Zeus bondadoso—, Valenzuela, Gutiérrez Nájera, Jesús Urueta, Ángel del Campo. Todos estaban en derredor del bronce gigantesco.

Todos estaban allí; pero ¡cosa extraña!, callados, inmóviles, atentísimos. Acercándome, empecé a oír una voz, luego una palabra, y un final de discurso. La voz salía del centro del grupo; yo no alcanzaba a ver a la persona que hablaba; una voz de barítono atenorado, una linda voz, cálida y emotiva, que parecía salir del corazón, sin pasar por los labios, y así, entrar en nuestra alma, por un milagro del sentimiento.

El discurso analizaba la estatua, ponderaba la ejecución, comentaba la actitud, ensalzaba la generosidad del héroe y la interpretación del artista. Yo no oía; escuchaba, sentía en un recogimiento pleno de elevación.

Aquel orador no me era conocido. Su acento ligeramente costeño, resultaba para mí un enigma. Cuando terminó, un aplauso unánime y un grito de entusiasmo desahogaron las emociones, se abrió el grupo y dio paso a un hombre pálido, nervioso, de cabello oscuro y lacio, de bigote espeso bajo la nariz apolínea, de frente muy ancha, ancha como el horizonte, de pequeños y hundidos ojos, muy fulgurantes —de fulgor sideral—. Sonreía: ¡qué infantil y luminosa sonrisa! Venía hablando todavía, como si el sonoro río del discurso se hubiese convertido en murmurador arroyuelo. Mis amigos me vieron y corrieron a mí, agitando los brazos.

— ¡Ven, ven! —exclamaron. — ¡Es José Martí!

Y desde entonces supe lo que era un gran poeta, un gran tribuno, un gran apóstol, un gran hombre de bien de la tierra cubana. Mi maestro Justo Sierra y yo lo veíamos de tarde en tarde; paseábamos junto a Manuel Mercado y se sumaban siempre Peón y Contreras.

Su fe no tenía límite; su imaginación de poeta era torrencial, inagotable; amaba infinitamente la belleza y la poesía, el don magno de saber analizarla y comprenderla. Artista supremo, pensador eminente, todo su arte y toda su ciencia, todo su talento y todo su sentimiento y todas sus voliciones estaban al servicio de la causa de la libertad. A ella se refería sin desfallecer. Todo su espíritu transitaba por un solo camino.

Así lo conocí en México, en mi México, en mi nido caliente de admiración y de cariño para José Martí desde 1875. Así convivió con nosotros en el año 1894, poco más de un mes, de paso rumbo a la revolución, a la muerte, a la gloria.**

Un apellido: necesaria

En las primeras páginas del Diablo Ilustrado encontramos esta cita:

“He aquí uno de esos casos excepcionales en que, por amor, hacen hasta una guerra —y para que no cupieran dudas de su espíritu de paz, le puso un apellido: necesaria”.

Estas palabras resumen la esencia de aquella gloriosa gesta independentista que reanudó nuestro pueblo en 1895. Una revolución que tuvo como organizador y cerebro al más universal de los cubanos.

En fecha tan temprana como julio de 1878, el Maestro le profetizaba a su amigo Mercado: “a trabajar para los míos, y a fortificarme para la lucha voy a Cuba. —Me ganará el más impaciente, no el más ardiente. —Y me ganará en tiempo: no en fuerza ni en arrojo.” ***

 Y así fue.

Cuando ya estaba todo listo para iniciar la contienda, una traición por parte de López de Queralta frustró los preparativos que, con mucho esfuerzo y absoluto secreto, habían realizado los revolucionarios cubanos. Esta delación provocó que fueran decomisados los tres buques que iban a partir hacia la Isla (Lagonda, Amadís y Baracoa). No obstante, este duro golpe levantó los ánimos de los independentistas cubanos y el 29 de enero de 1895, Martí firma la Orden de Alzamiento junto al general Mayía Rodríguez —a nombre de Máximo Gómez —y el comandante Enrique Collazo, de parte de los patriotas en Cuba.

Ya la orden estaba dada. El 24 de febrero de 1895 estalla, nuevamente, la lucha por la independencia.

El Apóstol siempre estuvo consciente de los daños y dificultades que causa una guerra, por lo que durante los últimos meses que pasó en Nueva York, antes de su partida para encontrarse con Máximo Gómez y juntos incorporarse a la lucha en Cuba, tuvo que eludir constantemente a los agentes de inteligencia españoles y a los espías estadounidenses, que lo vigilaban por considerarlo el máximo dirigente de la revolución.

En una de estas ocasiones, Martí se quedó a pasar la noche en casa de su amigo Luis Baralt y este se despertó bien entrada la noche por los suspiros del Apóstol que no lograba atrapar el sueño.

—¿Qué tiene? —Le preguntó Baralt, alarmado, temiendo que Martí se encontrase enfermo.

—¡Ay, las madres! ¡Cuánta sangre y cuántas lágrimas se van a derramar en esta revolución a que voy a lanzar a mi país! —contestó el Apóstol, condoliéndose de los sufrimientos inevitables de la guerra necesaria.**

¡Así de sensible fue nuestro Martí!

* José Martí. O. C, tomo 2, p. 61.

** Carlos Marchante Castellanos: Entre espinas, flores. Anecdotario.

*** José Martí. O. C. tomo 20, p. 52 (El resaltado es mío).

Por Malcolm Eupierre Oquendo, estudiante de Telecomunicaciones