En el día de su partida física, recordamos a Haydée Santamaría, con todo el cariño y la admiración, que su pueblo puede profesarle. En la memoria eterna de su patria, Haydée es fuego y luz. Eternamente.

Fragmentos de palabras de Roberto Fernández Retamar:

Un día, conversando de cosas triviales (al menos eso creía yo), Haydée me pidió de repente que alguna vez hablara ante su tumba. Me turbó, claro, como solía hacer. Durante un momento yo había olvidado que, por debajo o por encima de las palabras que cruzaba con nosotros, ella andaba siempre dialogando con sus muertos, que llevaba dentro, con la muerte.

Palabras de Mario Benedetti:

Muchos escribirán, ahora y después, y con todo derecho, sobre su gesta heroica, sobre su función de dirigente, sobre su estilo de trabajo. Pero en estas horas, que pesadamente continúan la escueta noticia de su muerte, quiero destacar por fin el rasgo suyo que, a través de tantos años de convivencia, camaradería y trabajo compartido, me impresionó más hondamente: su bondad, que era tan invencible como su coraje. Vaya a saber por qué extrañas conexiones, ese atributo es el que hoy más me conmueve en relación con esta muerte. A fin de cuentas, ya lo había dicho su admirado Martí: “¡Duele mucho en la tierra un alma buena!”

Recordar a Haydée es contemplar el paso de un relámpago, escuchar la crepitación de bosques incendiados. Así quedó su imagen en nosotros. No la de estéril serenidad sino la del bullir quemante. Fuego y luz.

La empezamos a conocer un día de 1957, en que sus ojos se mojaron al hablarnos de Jesús Menéndez, el negro trabajador de su juventud temprana en la Encrucijada natal. Años más tarde, la vi expresarse con idéntico ardor, ahora acrecido, cuando perdimos al Che. Y una noche de julio 25 descubrí, a los veinte años del Moncada, que la alegría de las realizaciones evidentes que justifican la muerte de los héroes no había sido capaz de curarle aquella socarradura que aún la desgarraba.

Llevó su pasión ardida a todo lo que hizo, en el Moncada, en el Partido y en la Casa, su obra perdurable. Se lanzaba a hablar como quien desata un torbellino, como si la palabra no le surtiera de la mente —que tan bien sabía usar— sino le brotara de los “redaños del alma” unamunescos. Lo suyo no fue nunca argumento —aunque sí razonaba con lucidez— sino pelea. Al oírla hablar de literatura, de arte, disintiendo más de una vez de sus juicios, se recordaba aquella designación tan acertada de la cultura no como un cúmulo de datos sino como expresión interna de un modo de ver las cosas. No requirió ni de la Universidad ni de la Academia —de las que no renegamos nunca, pese a sus frutos con frecuencia infértiles— para hablar de los griegos, de Miguel Ángel o de Picasso. Los manejaba con sabia, intuitiva comprensión, la misma que generó muchos de sus vivaces criterios políticos sobre los complejos problemas de la creación revolucionaria que la tuvo como protagonista excepcional.

Permanece entre nosotros, sentimos siempre su fuego y su luz. Escuchamos el crepitar de troncos y el suave rumor de sus palabras de ternura.

Fragmentos del poema de Fina García Marruz, En la muerte de una heroína de la patria (Para Haydee Santamaría):

Los que la amaron, se han quedado huérfanos.

Cúbranla con la ternura de las lágrimas.

Vuélvanse rocío que refresque su duelo.

Y si la piedad de las flores no bastase

Díganle al oído que todo ha sido un sueño.

Ríndanle honores como a una valiente

Que perdió sólo su última batalla.

No se quede en su hora inconsolable.

Sus hechos, no vayan al olvido de la yerba.

Que sean recogidos, uno a uno.

Allí donde la luz no olvida a sus guerreros.