Conmocionó. Después de la noticia en el estelar, parecía que toda una Isla había salido a leer poesía. Su poesía. Cientos de sus versos, esos tan suntuosos y sencillos a un tiempo, salieron a poblar las redes. Sublimó, por un momento, asomarse a las ventanas del metaverso.

Sin embargo, por sobre los elegantes tropos de la poetisa que rutilaban en las páginas y perfiles, comenzaron a percibirse irremisiblemente las parcelas, la tendenciosidad ostensible de las narrativas. Dejaba de “oírse” la portentosa voz lírica de la autora de “Visitaciones” entre los significados superpuestos. De esa algarabía de réquiems que posponían la cubanidad, componente clave da la poética de la origenista, surgió el propósito de dialogar otra vez con su prosa, con sus versos, y con los lectores de su prosa y de sus versos. Surgió esta pequeña invitación a no perdernos en la selva oscura que, por veces, es también el universo virtual. Vayamos, pues, a dar un adiós cubano y noble, a Fina García Marruz. La origenista, la mujer silencio, la pensadora, la poetisa.

Que había muerto la última origenista parecía ser la línea resaltante en los lead y post del universo zuckerbergiano. Ello le confería un tremendismo mayor a la pérdida, ya de suyo luctuosa, como toda pérdida. Como toda pérdida de uno de los más grandes símbolos de la cultura nacional. Sin embargo, esta línea de mensaje, aparentemente no lesiva, no connotada, no era tan cierta.

Porque los movimientos culturales no tienen un zípper de apertura y cierre. Ni siquiera un manifiesto inaugural significa que nació, pues, al explicitar cualquier expresión colectiva, apenas si se está revelando el cuerpo de algo que había tenido que preexistir al gesto de mostrarse. Asimismo, tampoco un fenómeno de la cultura termina cuando mueren sus fundadores. El último origenista habrá muerto cuando no queden lezamianos, vitierianos, virgilianos, garciamarruzeanos. Y ello parece una asustante, pero inverosímil distopia.

Y es que podría escribirse un volumen solo con la cuestión de la membrecía del origenismo. La polémica al respecto, más que enlistar miembros, negadores o adeptos, debería verse en un sentido más enjundioso: la imposibilidad de que termine en un inventario de nombres un gesto cultural que marcó el destino intelectual y poético de una nación.

La confusión proviene de estudiosos del origenismo que circunscribieron sus miembros a los seguidores o fieles de la ortodoxia ideoestética que había sido preconizada en los textos programáticos de lo que se conoce como el Grupo Orígenes. Y esa circunscripción, empaque, clasificación, les alcanza solo para un decálogo de poetas.

Pero habría que preguntarse la conveniencia de que uno de los más grandes movimientos poéticos de la nación fuese reductible, fuese contable, fuese finito. Una de las razones salta a la vista cuando se leen frases de inevitables pandillismos literarios, que han acusado de “imperial” el influjo creativo de las magnas voces origenistas. Como si la existencia de un ser grande impidiera la existencia cultural alternativa de otras modalidades literarias, de igual o menor tamaño. Pero caben todos. En el campo literario de un país, caben todos. Más cuando ese campo nació, ya se sabe, ajiaco.

En contraposición, existen origeniólogos inclusivos. Aquellos que alcanzaron a ver que se trataba de algo más extenso que sus poetas más mencionados. Los que insertan en el elenco de Orígenes no solo a los gestores iniciales, sino también a los andantes del trayecto. Los antologados y los que no. Los que se fueron, los que quedaron; los que presumieron, los que callaron; o los menos conocidos, a los que nunca se enlistó. Esta visión da lugar a una gran nómina final, no reductible a registros. Tal es el caso del estudioso Virgilio López Lemus, quien es de los que afirman la existencia de una magnífica eclosión postgeneracional del origenismo que subsistió a la empresa fundacional, a la revista y a las antologías. Que, incluso, subsiste.

Al respecto, es interesante también la oportuna revisión de la membrecía origenista que hace unos años realizara el crítico Enrique Saínz, fiel lector de la hornada poética -también recientemente despedido por los lectores cubanos-. El autor distingue una primera y segunda promoción de los poetas reunidos por el genio de Trocadero. Fina García Marruz pertenecía a esa primera cohorte de los precursores de la revista. La segunda promoción estaba conformada no únicamente por admiradores inmóviles, sino por creadores pródigos. De aquellos artistas efervescentes, hoy quedan varios, dentro y fuera de la Isla.

Esta perspectiva inclusiva del origenismo que nos mostró Saínz, proviene de los mismos testimonios origenistas. Cintio, por ejemplo, contaba entre sus miembros a los tipógrafos y linotipistas: “lo cual redondea la verdadera imagen del grupo Orígenes, que de hecho fue un conjunto de poetas, pintores […] y trabajadores de la imprenta”. A tono con esta postura, varios autores asumen la pluralidad de voces de sus miembros, que no solo fueron poetas. Dentro de este mosaico, los artistas e intelectuales participan en diversos grados de proximidad con el programa básico origenista, conformando una heterodoxia poética.

Y de esta misma perspectiva, está la idea de una dialéctica enriquecedora, que permite comprender que, en la cultura, las polémicas y disensos son parte de lo mismo que controvierten. De modo que los llamados origenistas infieles (los que abandonaron el proyecto inicial) y los contrincantes de toda época que sobre y por ellos escribieron, conforman la llamada poética origenista del reverso, el bloque o tradición del no. Bloque que es también y, a su pesar, origenismo. Orígenes es también su incesante juego de fuerzas encontradas, de estados de concierto y conflicto. Así funciona la cultura. Con contradicciones. Con linderos muy endebles.

Para mejor entender, podríamos quedarnos con la inestimable valoración de Mayerín Bello, connotada intelectual y profesora cubana, que soluciona salomónicamente el presunto estado conflictual de la cuestión, desembarazando las construcciones y desconstrucciones que manipulan lo que, según ella, “por convicción y comodidad epistemológica es llamado Orígenes”. Y termina por reconocerlo como una experiencia que adquiere su concreción en la revista, pero la rebasa. Y en este rebasar y rebosar se lee, no obstante, una coherencia esencial a través del tiempo, un “saludable contagio” que sobrevivió a “temporales rupturas, aparatosas negaciones, aparentes incompatibilidades”. La permanencia de ese “algo integrador, esa sustancia y no accidente”, determina, según la profesora, el ser origenista. Ser origenista, concepto elocuente, precioso, ineludible. Fina fue parte medular de ese ser. Pero el ser no muere con su despedida.

De modo que, volviendo al punto inicial, podría decirse, en cualquier caso, que ha muerto la última mujer origenista. Pues no puede negarse que las mujeres fueron pocas, raras avis en el conjunto, y la cienfueguera Cleva Solís ya había muerto a finales del siglo XX. A propósito de algunas de las narrativas de la red que participaban del adiós virtual a Fina, podríamos culpar de lo exiguo de la representatividad femenina al patriarcado republicano. Pero nos faltarían datos, amén de los estudios que sí existen sobre el tema, de cuántas mujeres publicaron en esas décadas. Cúlpese mejor a la pobreza contextual, que nuestro Virgilio Piñera nos ha regalado en soberbios testimonios de las ilusiones perdidas del escriba insular de entonces. O, mejor, para ser justos, asumamos las culpas de no haber emprendido con detenimiento un estudio de cuántas y cómo fueron las mujeres participantes del ser origenista. La comunidad académica cubana está lista para buscar respuestas. Incluso, nuestra Casa de Altos Estudios, que ya acumula una tradición de estudios sobre el Grupo Orígenes (accesible en nuestros repositorios virtuales). Solo nos falta, hacia allí, decidirnos a zarpar.

Y ya que en este tema adentramos, volvamos al metaverso. Donde ayer noche, en ánimo de resaltar a Fina, se beligeraba gratuitamente con los propios sacros de la escritora: su condición de esposa, de madre. Las narrativas feministas construían una Fina oprimida, que no pudo ser, agobiada en imperativos patriarcales. Pero esa tampoco era Fina.

Vaya uno a leer sus testimonios, sus epístolas, sus ensayos, sus escasas entrevistas concedidas. Léase. Léase deponiendo sentidos añadidos. Para Fina, la mujer silencio, la mujer de la poesía de las pequeñas cosas, escribir era un acto voluntario que espaciaba entre decenios. No por impedimentos, sino por sagrado respeto a la escritura, porque escribía por “urgencia del alma”, como le aconsejó esa otra inmensa, Gabriela Mistral. “No la busco”, dijo de la poesía, de la suya, la esposa de Cintio Vitier: “la espero cuando viene, aunque es bien huidiza”.

Escribir no era un acto de ganancias. Poco escribía, por humildad. Porque es la misma mujer que no necesitaba diplomas. La que nos enseñó que el gran Martí solo había recibido una medallita escolar a sus nueve años. La que, además, birlaba los binarismos y las oposiciones y de sí misma dijo: “Soy más bien una poetisa”, sorteando las falsas dicotomías terminológicas sobre el femenino del oficio. Fina, la poetisa. A la que cuando preguntaron por qué le costaba tanto hablar de sí misma, dijo: «Me siento en esos casos como una violinista a la que le piden un concierto de flauta. Yo me comunico mejor con el silencio, sin el que no se podrían dar la poesía, la música, ni el encuentro con uno mismo». (Entrevista concedida a Rosa Miriam Elizalde, 19 de marzo de 2007).

Y esta gran poetisa, remisa a prolíferos de escritura, a adornos de tropos o tropos de adorno, a estandartes y galardones, cuando versaba, del Amor escribía cada vez. Del amor a la Cuba, a la Patria, a la América, a la tradición, a la familia, a su Dios. Queda una historia de Amor que escribir, la de Cintio y Fina. La academia también invita. La misma que la invistió de un galardón que la hizo sonrojar con supremo agradecimiento, un Honoris Causa en Ciencias Filológicas. Nobleza obliga, nos obliga. Sigamos manteniendo encendido el cirio cada vez que la leamos, la rocemos, la abramos.

Por último, ayer imperaba, por sobre los cristalinos versos de Fina, el egoísmo luctuoso de sus lectores. Sin embargo, quien la había leído cuidadosamente antes de la funesta noticia, sabría que la origenista concebía la expiración como un viaje, “esa tranquila secuencia de la vida hacia la muerte”. Un viaje a la inscripción en la memoria, y la memoria “ese poder mayor de detener lo sucesivo, tocarlo en el hombro y hacerle volver el rostro”.

No ha muerto Fina. Ha viajado adonde esperaba. Y nos legó cientos de pistas de cómo aceptar su despedida: comprendo que es el corazón extinto/ de esos días manchados de temblor venidero/ la razón de mi paso por la tierra.

Despidamos entonces, más allá de la vocinglera red, con el mejor adiós que todo poeta ha añorado. Leyendo, leyéndola, en voz baja, voz alta, sentados, parados, recostados, en el aula, en el balcón, en el tren, en la recién rociada hierba del campus, en un café, con café o sin él. Y que no se nos olvide reabrir mañana cualquiera de sus tintas. Mañana, cuando haya dejado de ser tendencia en el metaverso. Que, por suerte, no se deja tan fácil de ser tendencia cuando, a mérito propio y sin efectismos, con el consenso tácito de los lectores desde hace más de medio siglo, se ha inscrito una mujer en la cultura de un pueblo, en el parnaso de la cubanidad.

Por MSc. Yuleivy García Bermúdez