Cada noche escuchamos los aplausos, nos permitimos un segundo de descanso para enorgullecernos de nuestros esfuerzos y continuamos el trabajo. Las jornadas son largas, despertamos antes que el sol y nos acostamos horas después de que la cúpula celeste comience a resplandecer, salpicada de zafiros y diamantes. Pero el dolor en los músculos, el calor que nos abraza y la fatiga acumulada de tantos días parecen amedrentarse cuando el estrépito unido de un país, cuando el coro de palmas nos confiesa su esperanza y nos alienta nuevos ánimos.

Es difícil que el emotivo instante no nos arranque una sonrisa y hasta lágrimas. Después llegan los mensajes, las publicaciones, el agradecimiento de quienes no le alcanzan los aplausos para mostrar el agradecimiento por lo que hacemos. Y no solo a nosotros, sino a todos los que apoyan en esta lucha contra la COVID-19: todo el sistema de salud, todos los investigadores, todo el personal que nos secunda.

Pero nosotros no somos médicos ni especialistas, somos estudiantes universitarios. Somos jóvenes comprometidos con nuestro futuro, nuestro país y nuestra gente. Hemos pospuesto las investigaciones, los trabajos aún por entregar y las tesis, y ponemos nuestro empeño en desterrar para siempre la enfermedad. No nos pesa; pensamos que García Lorca tenía razón al expresar que “hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango para encontrar azucenas”.

Todos los días ponemos en riesgo nuestras vidas y salud por las vidas y la salud de un pueblo. Es lo que hay que hacer. Nuestra lucha es contra los cielos nublados y las tormentas que nos incitan a la desesperanza. Nuestro empeño es implacable. El paso del tiempo no lo herrumbra ni lo destruye porque está cimentado sobre el estrato firme de la convicción humanista, y lo resguarda la promesa de un futuro mejor, libre de la enfermedad.

Por eso, cuando en las noches caemos rendidos en nuestras camas, lo hacemos satisfechos y tranquilos. Sabemos que todavía queda mucho por hacer, pero cada día que se va es un peldaño más que escalamos en dirección a ver una Cuba sana. Y soñamos con una isla en la que el pregón de sus calles vuelva a inundar las mañanas, donde en cordial reunión podamos rendir culto a ese ajiaco nuestro de religiones, o donde la familiaridad de los vecinos y familiares renazca, y podamos abrazarnos como siempre.

 Por: Bruce Iam González Marrero y Luis Ignacio Arteaga Alejo