Todos los cubanos crecemos, desde bien pequeños, escuchando sobre Martí, que escribió La Edad de Oro para los niños de América, que es nuestro Héroe Nacional, que tenía un hijo al que llamó cariñosamente Ismaelillo, que organizó la Guerra del 95 y murió en Dos Ríos de cara al sol; también es común que desde temprana edad recitemos Los zapaticos de rosa y Cultivo una rosa blanca. No obstante, crecemos ideándonos un Martí sobrenatural, un semidiós que bajó a la tierra para liberar a la Isla del yugo colonial; y no puede ser así.
Su grandeza, su heroicidad, está más allá de ser nuestro Héroe Nacional, de haber organizado una guerra a la que por amor llamó necesaria, de haber caído en combate por alcanzar la independencia, está precisamente en las pequeñas cosas.
En su trato a los demás, en su delicadeza, en su pasión por la belleza, en su fidelidad, en la firmeza de sus convicciones y en su eticidad y afán de justicia, eso que De la Luz y Caballero calificó como «ese sol del mundo moral».
Los cubanos tenemos que querer a Martí por sobre todas las cosas, pero no solo por los acontecimientos grandiosos que conocemos de él, sino también por aquello poco conocido, aquello que muestra, realmente, cuán grande fue su corazón. Hay que quererlo porque cuando le regalaron una hermosa corbata la rechazó puesto que él no podía usar otra que no fuera de color negro, ya que vestía de luto por su patria; hay que quererlo porque supo desde bien joven plantarle frente a las autoridades españolas y resistir orgulloso la cruel pena que se le impuso; porque en el viaje de su destierro a España, al enterarse de que entre los pasajeros se encontraba el teniente coronel Mariano Gil Palacios, comandante del presidio, sin temor alguno lo presentó y acusó delante de todos como el máximo responsable de los horrores del presidio político en Cuba, puesto que «un hombre que oculta lo que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado».
Hay que querer a Martí porque tras la injusta destitución del profesor don María Izaguirre de la Escuela Normal de Guatemala prefirió renunciar a su plaza de maestro y quedarse sin trabajo, antes que formar parte de tal injusticia; hay que quererlo porque supo echar su suerte «con los pobres de la tierra» y vivir consumido en la tristeza de ser incomprendido por su mujer y ver crecer a lo lejos a su hijo querido, su caballero; porque delante del capitán general de la Isla supo dar una magnífica disertación y desprender de este las siguientes palabras: «Martí es un loco…, pero un loco peligroso»; porque en cuanto volvió a pisar su tierra amada tras la firma del Zanjón, se sumó a los preparativos de una nueva contienda, costándole nuevamente el destierro; porque lloró, en la soledad del crudo invierno de Nueva York, al ver a un chico de la misma edad de su hijo, removiéndose el recuerdo en su ya destrozado corazón; porque, a pesar de sus necesidades económicas, accedió a dar clases gratuitas nocturnas a negros y mulatos de La Liga y, a pesar de ser muchos sus compromisos, jamás se ausentó o llegó tarde a ellas, entendiendo el magisterio como una obra de amor, lo que le valió el calificativo de El Maestro.
Hay que quererlo porque, al ser alertado de determinadas posturas racistas en el seno de la emigración, tocó a la puerta de su madre negra, Paulina Pedroso, y la paseó tomada del brazo por toda la ciudad y, sin decir ni una sola palabra, solamente con esta acción, puso fin a estas diferencias; hay que quererlo porque tan grande era su entrega a la Revolución que era incapaz de utilizar una parte de su dinero en ropas nuevas, en una ocasión, los emigrados de Cayo Hueso recolectaron 90 pesos para que se comprara un traje nuevo y, cuando le dieron el dinero al Apóstol, les pidió que buscaran tres familias cuya situación económica estuviera deteriorada y a cada una le dieran 30 pesos… ¡así de bondadoso y extraordinario era Martí!
Cada cubano debe llevar siempre en la memoria el recuerdo de José Martí, él es símbolo de nuestra identidad cultural.
«Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario», aquella vez lo rescató toda una generación; en la actualidad, lo rescatamos todos aquellos que nos entregamos día a día a construir un país, un país que cumple las máximas aspiraciones martianas y donde sus fieles hijos nos unimos como la plata en las raíces de los Andes, para impedir que pase el gigante de las siete leguas, tal y como nos aconsejara ese cubano universal al que todos tenemos que querer.