Con apenas cuatro años ya conocía el nombre de varias enfermedades; todo el tiempo hablaba de recetas y de «esos cables que se ponen en el cuello», como en aquel entonces llamaba a los estetoscopios. Mientras mis primos hacían travesuras en el patio, yo me quedaba en la casa para «atender» a mis padres con los utensilios de un maletín médico de juguete.

Las batas blancas despertaban en mí una sensación indescriptible. En los sueños me veía, bolígrafo en mano, diagnosticando a un paciente. Muchos me preguntaron, y siempre respondí con decisión: «Yo quiero ser cardiólogo». Mi abuelo materno me presentaba ante todos como «el médico de la familia».

Aquella ilusión infantil dejó de crecer con el tiempo y la realidad. Las visitas al hospital me demostraron que la medicina no es una magia sin tropiezos, sino una tarea para valientes y sacrificados. Quedé aturdido por el rojo intenso de la sangre, el transitar de las camillas, el lamento de un familiar desesperado… Desde entonces comprendí que no tenía las aptitudes para ejercer esa profesión.

Por fortuna, siempre existen hombres y mujeres que —distintos a mí— no titubean ante los retos y entregan su capacidad a la ciencia de Hipócrates. Varios años de preparación marcan el sendero de sus vidas; pero ellos no temen a esa reiterada frase de que «los médicos nunca dejan de estudiar». La pasión se impone, el humanismo los llama.

Los admiro, en primer lugar, por anteponer su vocación de servicio a los desafíos y dificultades propios de esta carrera. Los aprecio por su voluntad y entereza, por el altruismo de cada día, por la disposición de salvar una vida aunque ello implique extraordinarios esfuerzos.

Valoro su resistencia para enfrentar las noches de guardia, las extenuantes jornadas de operaciones, las madrugadas de desvelo por la enfermedad sin diagnosticar. Me asombra su actitud ecuánime ante una urgencia médica y la confianza en sí mismos bajo cualquier circunstancia.

Su labor carece de horarios y fechas. No importan las características geográficas ni las condiciones climáticas cuando la vida de una persona corre peligro. Estetoscopio al cuello, avanzan sin protesta por las montañas de difícil acceso, las llanuras inundadas, entre vientos huracanados o en medio de la noche. A pie, en bicicleta o a caballo, en ambulancia o en helicóptero: la voluntad perdura a pesar del medio de transporte.

Los galenos constituyen paradigmas de responsabilidad y abnegación. Son padres, hijos, hermanos, esposos… y sufren las mismas necesidades que los demás ciudadanos; sin embargo, mantienen la compostura y el optimismo porque se saben guerreros de la vida y embajadores de la salud.

Profeso el mayor respeto por el pediatra que regala su bolígrafo a la niña enferma, por el intensivista que da de comer al paciente sin familia, por la enfermera que abraza a la madre desesperada, por el cirujano que llora de alegría ante la exitosa operación…

Para ellos, para los de caligrafía descuidada pero alma sublime, para los del cansancio en el rostro y el sudor bajo la mascarilla, el agradecimiento sería eterno. No tuve el valor de convertirme en cardiólogo; pero hoy, sin electros ni ecografías, aprecio el corazón de esos héroes que llevan el nombre del sacrificio.

Por Lisvany Martín Rodríguez