Una brisa silenciosa zigzaguea a través de un parque. Se levanta impetuosa y coquetea con los cabellos de una señora, ya anciana, aunque con un espíritu cada vez más joven. Recorre silenciosa los recovecos de la ciudad, arrastrando en su caminar andariego los pasos perdidos de la juventud y la sonrisa prófuga de la niñez.

Ella se alza cansada, por sobre el pavimento. Se deja caer en el césped, ametrallando sus aromas con la fragancia imberbe de las flores. Sus manos, llagadas por el tiempo, testimonian edades pasadas. Sus venas sobresalen de la piel como las calles en una ciudad. Cada rincón lleva tatuado el amanecer de un sueño, cada terraza las certezas vívidas de una cercana esperanza.

Despacio, sin prisa, camina sigilosa por los tablados, teatros y plazas. Sus pasos rompen el suelo con melodías de una belleza inusitada. Cada palmo de su cuerpo evidencia el rosario de años que carga, cual medallero en la solapa del soldado. Es apacible y callada, estruendosa y vivaz. Combina, en su danzar, trazos inocuos con potentes estallidos de color. Cada sonrisa se asemeja al alba.

—¡Bum, bum!— un sonido se escucha en su pecho.

—¡Bum, bum!— un palpitar crepitante le hace voltear la vista. A lo lejos… muy a lo lejos, encumbrado en la montaña, su hijo Ernesto le sonríe. Más allá, pasando prados y destellantes colinas, piensa en ella su hija Marta, sentada sobre un trono de libros, sobre el altar de mármol que la acompaña.

Tantos hijos, tantas etapas de luchas históricas, de guerras pasadas. Se viste de cultura, de verde olivo y de gala. Se coloca tacones y marcha. A sus 334 años, allá va la gloriosa señora… ¡Aquí está Santa Clara!