Querido amigo y compañero Primer Secretario;

Magnífico Rector;

Querida Presidenta del Gobierno;

Querida Vicerrectora;

Decanos;

Miembros de claustros;

Alumnas y alumnos de la Universidad:

Decir que hablar en público es fácil, sería mentir. Hay un momento de tribulación muy grande, hasta que uno logra dominar sus propias emociones y logra también establecer, en un tiempo breve, lo que se ha de decir. Hay tres momentos en esas palabras, que han de ser siempre veraces e inspiradas: una motivación, una explicación y necesariamente un resumen que quede en la memoria de todos como el ave que, rauda y veloz, atraviesa el cielo.

Cuántas dudas al emprender el viaje: si debía asumir las dos personalidades, que se funden en una sola; la primera, el hábito gris que usted ha recordado y que es mi más cómodo atuendo cotidiano —fueron años difíciles, en los cuales mi madre debía prepararme todos los días una camisa, y vivía además en las obras de construcción, que es un bonito oficio, porque construir es hermoso— o la toga que utilizamos en el Colegio Universitario, como justa reivindicación de nuestra tradición y de la dignidad propia de la Universidad.

Me complace que este acto sea presidido por la toga histórica de esta alta casa de estudios. Pero todo ese bello elogio que usted ha pronunciado quisiera, como las flores que me han entregado, declinarlos ante la augusta memoria de la benemérita Marta Abreu, insigne mujer, alma grande y compasiva, que supo además dar lo que casi nadie da nunca, lo que tiene como propio; lo dio con prodigalidad, y lo entregó a la ciudad que amó en formas diversas: un teatro, al que se llamó con el augusto nombre de La Caridad, que solamente ha de ser precedida siempre como concepto por el de la justicia. También creó y se anticipó a su tiempo dando a la mujer y al género el lugar que les correspondía en la historia. Fue admiradora fiel de José Martí, benefactora de la ciudad que le vio nacer, y para ella todo tributo siempre es poco.

Es por eso que venir a la ciudad en este día y al bello campo universitario, es realmente un honor superior y grande para mí.

En la tumba finamente labrada en el cementerio de Camagüey para los marqueses de Santa Lucía, padres del ilustre prócer general y presidente Salvador Cisneros Betancourt, aparece una inscripción que seguramente redactó él mismo:

«Mortal, ningún título te asombre

Polvo y solo polvo cualquier hombre».

¿Qué podría haber hecho? ¿Cómo habría podido concluir? ¿Qué habría podido hacer si una época pródiga no hubiese roto yugos y coyundas, demolido muros y, atravesando una isla por pasos inciertos, puerta a puerta, ventana a ventana, muro a muro, no hubiese caído en esta ciudad la joven sangre de El Vaquerito? De no haberse impedido el paso del tren fortificado y blindado, de no haber tomado la loma tutelar, donde la ciudad ve su espejo, de no haberse combatido y triunfado, ¿cómo habría sido posible hacer algo más?

En realidad, los caminos se habían tornado difíciles, y llegar a un fin como el que la Revolución me dio como oficio y menester, sería quizás un camino lleno de espinas, como lo fue para muchos precursores, que apenas pudieron sentar las bases de una obra de esta naturaleza.

Fue la Revolución el gran suceso cultural y social que cambió el tiempo. Y gracias a ese tiempo pudimos nosotros entrar en un período de agitación, de luchas, de construcciones y de sueños, donde el pueblo también recorrió, por derecho propio, el camino de sus propios extravíos. Y para encontrar los caminos correctos, para hallar en la noche actual del mundo, y del tiempo que nos tocó vivir —tiempo de cambios climáticos, de agonales guerras, de enfrentamientos y deslealtades— el culto a la palabra, el honor del compromiso, el concepto de solidaridad y la justa idea expresada por Céspedes en su histórico Manifiesto de que Cuba quiere ser un país libre e independiente, para extender una mano generosa a todos los pueblos del mundo. Ese fue nuestro tiempo.

No digo que no lo merezco porque sería falsa humildad, que es generalmente hipocresía. Los honores ni se piden ni se rechazan; no se piden porque siempre son inmerecidos; no se rechazan porque siempre sería vanidad.

Los tiempos cambian, indudablemente. La Universidad expresa, en el pugilato y la batalla de las ideas, el cambio de los tiempos. La angustia por hallar la perfección, la búsqueda de la verdad, el deseo de ser útiles y la imperiosa premura de satisfacer las necesidades materiales del hombre, se imponen como una urgencia. De ahí la importancia de convertir la administración en útil; desechar la burocracia como su perversión; aprovechar la Universidad no como un ámbito para pasar el tiempo o adquirir un punto más en la hoja curricular, sino para que en el campus las alumnas y alumnos debatan y discutan y conviertan la Universidad en el foro donde se estudia la filosofía, el pensamiento, el culto de las ideas, la modernidad y la vanguardia del arte, la utilidad de la cultura y de la virtud.

Por esas razones, el gran paladín de la Revolución Cubana, en el seno de la más que bicentenaria Universidad de La Habana, expresó en día memorable en el Aula Magna: «En esta Universidad me hice revolucionario». Quiere decir que allí, dentro de aquel recinto que como un ágora preside la ciudad, en aquella pequeña Atenas de La Habana que es la Universidad, la primada, la primera, resulta que él y otros debatieron las ideas y alcanzaron vislumbrar el camino que habían de escoger.

Hay una regularidad en la historia del proceso político cubano, y ha sido la participación de la Universidad y de su Federación de Estudiantes, fundada por aquel a quien Pablo Neruda, el insigne poeta del Sur, llamó el discóbolo de la juventud cubana: Julio Antonio Mella. En esa Universidad y en las Universidades se formó una vanguardia selecta y aguerrida, que compartió con la parte más sufrida y dolorosa del pueblo la esperanza por el cambio social y el triunfo de toda la justicia posible.

Es por eso que, cuando llegamos aquí a esta ciudad, muchos recuerdos vienen a mi memoria. Primero, las palabras escritas allá en el postigo azul de una de las ventanas de la finca La Matilde, de Simone, donde Ignacio y Amalia pasaron los días hermosos de inolvidables de su encuentro nupcial. Allí un poeta mambí escribió: «A Las Villas, valientes cubanos».

Las Villas eran como un objetivo. Era necesario atravesar la frontera natural del Camagüey, ingresar en aquellos territorios donde florecieron un conjunto de villas y donde, según la profecía, debía darse una épica batalla.

Es necesario recordar que, cuando aquello fue posible, de estas tierras surgieron libertadores y libertadoras, combatientes fieros que, venciendo contradicciones de clase, limitaciones de todo tipo, agonal resistencia del adversario, lograron pasarla como valladar y trascender al Occidente de Cuba.

Fue precisamente ante las llanuras de Aguada de Pasajeros donde el ejército adversario intentó colocar la celada definitiva, que fue vencida por el genio del primero de los generales de la Revolución, el Generalísimo Máximo Gómez. Y con aquella pléyade supo llegar hasta los confines de Cuba, acompañando al más augusto, al más joven, al más singular de todos los hombres que combatían por la libertad, Antonio Maceo, caído a los 51 años en campos de La Habana.

En sus palabras de elogio, ustedes recordaban precisamente ese conjunto de emociones, alimento del alma, llama encendida que deben presidir todos los días nuestros actos. Martí se preguntaba con angustia: ¿Qué debe ser primero, la industria o la poesía? Y respondía que la segunda, porque era la que alimentaba a la primera, la que daba fuerzas, la que consolaba en el momento de la desventura, la que alentaba a los corazones en el infortunio, la que nos inspiraba para aspirar a algo más que a cosas materiales. Y es que, necesitando de ellas, la Universidad, corona augusta de la sociedad, necesita formar hombres y mujeres de espíritu; personas que, como Marta Abreu, sepan dispendiar la riqueza en beneficio social; que sepan, a pesar de haber nacido como ella en cuna augusta, desprenderse de todo por un ideal supremo, emancipador, justo, redentor, noble, bueno por naturaleza, que debe encarnar el proceso social mismo.

Es por eso que quiero agradecer profundamente por todo lo que aquí se ha dicho. Agradecerlo y responder a la segunda duda: venir con mi traje gris sería agraviar al claustro y a la Universidad, que se vestía de gala para recibirme; venir con la toga del Colegio, llevando la muceta azul oscura de los profesores de las Ciencias Sociales, sería quizás despertar en algunos hasta un espíritu polémico.

Necesitamos, más que la toga, aunque la llevemos, la sabiduría y el conocimiento. Ella, más que exaltar y humillar a los demás, debe ser, como para el juez y para el letrado, el signo de que lleva en sus manos una potestad: la potestad de enseñar, que es también la de aprender.

Quiero hacer mías las palabras evocadas sobre el sepulcro de aquel que se desprendió de un título magnífico para convertirse en general de un ejército guerrillero: «Ningún título te asombre, polvo y solo polvo cualquier hombre».

Les agradezco profundamente. Llevaré siempre con orgullo el recuerdo de este claustro, del cual me hablaron por vez primera los que lucharon por constituirlo cuando en Cuba existía una sola Universidad: Manuel Rivero de la Calle, ilustre antropólogo físico, maestro, cuyo duelo despedí, y Antonio Núñez Jiménez, amigo queridísimo —también me correspondió a mí decir las palabras de despedida—; y uno que, a pocos kilómetros de aquí, nació en una cuna humilde y que llegó a ser un grande entre los grandes profesores universitarios; uno ilustrado como pocos, un ilustrado a destiempo, un políglota, un profesor de Derecho Constitucional, de Derecho Romano, Delio Carreras.

Hace unos días, en el Aula Magna, despedíamos sus cenizas. Evocábamos su nombre pensando que han de venir días en los cuales surjan personas como él; porque es necesario el conocimiento, necesaria la sabiduría, necesario ejercitar el don de lenguas.

Debo decir, además, en cuanto a la referencia a sentimientos íntimos y personales que me ligan con la esperanza de la eternidad posible, que la fe no ha de estar nunca reñida ni con la sociedad ni con el ejercicio de la virtud ciudadana; es más, obliga. Esa fe obliga al servicio, obliga a la humildad, a la reflexión; obliga a entregarse en cuerpo y alma, si fuese posible y es siempre, en el fondo de la conciencia, un reclamo profundo. ¿Que fue difícil? Siempre lo es ser singular. Pero si hemos luchado mucho por la libertad, debemos luchar por la singularidad. Debemos ser uno, como es el pueblo, que no es más que una suma de individualidades, las cuales forman una unidad donde cada uno respeta la identidad del otro. Este es el acto verdadero de cultura, es el sueño y el ideal que la Universidad y la sociedad tienen como aspiración suprema.

Muchas gracias por permitirme regresar al campo florido. Una vez más, quiero agradecer estar a la sombra de estos árboles donde una vez estuvo el Che, tan recordado en esta provincia, doctor y médico que se entregó a recorrer el continente y a soñar por un ideal que lo ha hecho respetable aun para sus adversarios y enemigos. Agradezco la oportunidad de venir nuevamente a este sitio que guarda tantas memorias, y pensar que al inscribirme en el libro de sus Doctores, la Universidad me ha honrado en demasía.

No digo que no lo merezco porque sería falsa humildad, que es generalmente hipocresía. Los honores ni se piden ni se rechazan; no se piden porque siempre son inmerecidos; no se rechazan porque siempre sería vanidad.

¡Muchas gracias!

Tomado de Vanguardia