Subir a una tribuna, hablar a desconocidos, cautivarlos, hacer vibrar todo el escenario y elevar las almas oyentes al cielo es, sin dudas, un arte. Martí tenía ese don artístico. Fue un maestro de la palabra fácil, del tono melódico, del ademán enérgico.

Cuenta Fermín Valdés Domínguez que el Apóstol pronunció su primer discurso el 4 de marzo de 1870. Esta excelente alocución lo condenaría a seis años de trabajo forzado en las canteras de San Lázaro:

«[…] al carearnos, Martí no me dejó hablar, y —con energía— lo hizo él para demostrar que era suya toda la culpa, y formuló duros ataques contra España, proclamando en párrafos correctos y elocuentes nuestros derechos a la independencia. Asombró por su audacia y dominó con el hechizo de su palabra a aquel tribunal de militares sanguinarios y nada peritos en la aplicación de las leyes. Fue aquel su primer discurso y la prueba más hermosa del afecto que yo le debía hacía ya mucho tiempo».

Desde entonces, el más universal de los cubanos se apoderó de cada tribuna que encontró a su paso y de cada público que, embelesado, le escuchó. Ya fuera en España, Cuba, México, Estados Unidos, Guatemala o Venezuela, no escapó nunca de su palabra escenario alguno donde deleitar a los presentes y proclamar sus ideales independentistas.

Un mapa de su amada Isla que colgaba a su espalda cayó sobre su cabeza en la casa del patriota Carlos Sauvalle, en Madrid, cuando finalizó una enérgica intervención para homenajear el cuarto aniversario del 10 de octubre y mientras todos los patriotas presentes aplaudían entusiasmados al joven tribuno.

En su voz, «una voz de barítono atenorado, una linda voz, cálida y emotiva, que parecía salir del corazón, sin pasar por los labios, y así, entrar en nuestra alma, por un milagro del sentimiento», como la describiera el poeta y periodista mexicano Luis Urbina, puso el Apóstol toda su calidad literaria y contó así con una herramienta imprescindible para lograr la unidad de los cubanos en torno a un único proyecto independentista.

Todavía son memorables aquellos discursos que pronunció en Tampa los días 26 y 27 de noviembre de 1891, conocidos por sus frases finales: Con todos, y para el bien de todos y Los pinos nuevos. El primero es una de las piezas martianas más consultadas; pues ahí sentó las bases de la futura república, esa nación unida y justa que debía nacer del logro de la independencia. Un discurso brioso y bello que culminó con aplausos y vítores ensordecedores de la emigración cubana de la ciudad.

Pero no se detiene allí el líder cubano y, en menos de 24 horas, vuelve a dirigirse en el Liceo cubano de Tampa a la emigración patriótica. Con este discurso homenajea a los estudiantes de Medicina vilmente asesinados en 1871 y exhorta a continuar la lucha con el compromiso de las nuevas generaciones. Su final es recibido nuevamente con entusiasmo por parte los tabaqueros y obreros de la ciudad, quienes vieron levantarse desde la tribuna al apóstol de la independencia y líder de la emigración cubana.

Martí se convertía, con su oratoria, en el adalid de la Revolución, pues como él mismo expresara: «solo va al alma, lo que nace del alma».

Por Malcolm Eupierre Oquendo, estudiante de Telecomunicaciones