Por MSc. Amador Hernández Hernández, profesor auxiliar del CUM de Encrucijada
Ciento veintiocho años han transcurrido ya de aquella noche en que, descendido el bote del Nordstrand, el mar crestudo del Caribe sometió a los cinco nobles guerreros a la última odisea antes de alcanzar la gloria incólume. Las bravías olas podían convertirse en el lecho, mortuorio y definitivo, de los que traían a flor de corazón el amarre concluyente de la nueva epopeya. Cuatro soldados curtidos por contiendas anteriores asumieron la aventura con la serenidad de los héroes del Olimpo. Pero, ¿y el alma poética de manos de lirio y ojos de ángel doliente tendría las suficientes fuerzas para el duro batallar contra el Poseidón que rugía ante las costas de Maisí, incitado por las lluvias de abril? Negras olas, violentas, inmisericordes golpeaban los costados del pequeño bote.
El ángel doliente va con el remo de proa, lleva las manos ampolladas por el arranque supremo. No lo dice, mas lo sabe: va en su alma generosa la voluntad de una isla por librarse de las cadenas seculares, por alcanzar toda la justicia. Son los recuerdos que aruñan el espíritu indomable del ángel los que hacen crecer su entereza de hombre comprometido, espíritu cimentado en la visión espantosa de un esclavo colgado a un ceibo del monte cuando apenas rozaba los nueve años, en las ignominiosas experiencias vividas en las pestilentes calinas del presidio político, en el crimen horrendo de ocho estudiantes de Medicina, en la vergüenza del Pacto del Zanjón, en el sacrificio de su vida al dejar para después los mimos familiares, el amor pleno que se disfruta en el tálamo nupcial, el levantarse en las mañanas y ver el mundo en el reflejo tierno de los ojos del hijo amado, convencido de que todo será, pero no antes de la redención de la patria venerada.
Y va el poeta de manos de lirio desbrozando las olas lóbregas, remolcando el bote más con la grandeza del soldado dispuesto a morir al lado del último tronco, callado, que de sus fuerzas físicas. Han sido dos horas las que ha vivido el pequeño ejército colaborativo en franca contienda contra los designios de la naturaleza. El combate ha sido duro, cruel diría yo. Las olas los quieren para su lecho de gloria; empero, más allá el promontorio, con su telón de palmas, maniguas y estrellas, los espera.
Gómez, Sala, Borrero, Marcos aún no salen del estupor. El hombre pequeño de voz angelical ha hecho volar el bote sobre las crestas negras del mar tenebroso. Silencioso, como el poeta ante Efebo Apolo, el guerrero de voz suave, ecuménica, ha cumplido su misión de maestro, de guía de las almas necesitadas.
Ya están frente al peñón, la roca desde la cual una voz, en forma de trompeta, anunciaría la llegada del alma de la revolución. Saltan felices a la playa de Cajobabo. Han derrotado, nuevamente, a las fuerzas terribles del mar torvo y ceñudo. El poeta de manos de lirios es el último en dejar el bote.
Quince años ausente de los brazos amados de la patria. El corazón tierno se inflama, siente que su espíritu de hombre homagno ha alcanzado las más altas cúspides del universo; ya puede escribir Cuando se muere/ En brazos de la patria agradecida/ La muerte acaba, la prisión se rompe;/ Empieza, al fin, con el morir la vida;/ ya puede prometer que la patria libre será pronto, que la fórmula del amor triunfante salvará la revolución de Céspedes y Agramonte, que no volverán los humillantes pactos del Zanjón.
La tierra sagrada se abrió ante ellos hermosa, con la hermosura de la esclava que pide con lágrimas en los ojos que le arranquen las cadenas.
Salto. Dicha grande, escribe, en su diario, el poeta de manos de lirio y se dispone a escalar las elevadas cumbres desde las cuales las estrellas que iluminan y matan brillan con más fulgor. Era la noche profunda del 11 de abril de 1895.
Publicado originalmente en Granma