Valientes: humanismo y esperanza

Para los ángeles y hadas de batas blancas, para los investigadores sin noche que batallan inmersos en su alquimia en busca de la cura, para los estudiantes y profesores que, sin más armas que un corazón gigante se ofrecen de voluntarios.

Piensa en una palabra al azar, cualquiera, la primera que te venga a la mente. ¿Ya lo hiciste? Bien, ahora repítela una y otra vez, como un niño pequeño cuando hace un berrinche. ¿Lo notaste? Las sílabas se te enredan en la lengua, truecas los sonidos y por último, la palabra pierde su sentido y deja de tener un significado específico. Lo mismo me ha pasado a mí en los últimos días tras repetirme una y otra vez la palabra «valiente.»

El problema de esta palabra es que a veces la confundimos con otras como «temerario», ser valiente no significa ser inmune al temor ni arrojarse de cabeza al peligro sin pensar en las consecuencias como si de una piscina se tratara. No, tenemos un falso concepto de valentía, y lo sé porque en estos días me han llamado valiente muchas veces. Pero al principio flaqueé antes de tomar la decisión, me pasé noches sin dormir debatiéndome qué hacer, y sí, tuve mucho miedo. Pero entonces pensé: ¿y si todos se niegan a tomar el toro por los cuernos, quién le hará frente a la pandemia? Me puse en los zapatos de la gente que se ha infectado y supe que en su lugar yo también querría que alguien cuidara de mí, que hubiera personas que se encargaran de velar por mi vida, de encontrar una cura.

Fue difícil erguirme sobre mis miedos y sobre los miedos de quienes me quieren. Yo, que siempre me creí dispuesto a acudir al llamado de auxilio de los míos, que pensaba que nunca titubearía cuando mis modestos esfuerzos fueran necesarios, dudé mucho. Y fue en esos momentos de indecisión cuando la palabra valiente perdió el sentido para mí. Me asaltó un fuerte instinto de supervivencia, un impulso primitivo que me pedía voltear el rostro y huir del peligro. Pero no soy un animal sin conciencia regido por la intuición heredada de sus progenitores, acumulada desde que la vida no era más que arcilla, fango en el fondo de los mares.

Tengo principios, empatía, humanismo que me impide huir del problema. El primer paso fue difícil, como si de una carrera se tratara, yo que nunca fui dado al ejercicio físico; pero al ejercicio constante, los músculos, los huesos, el dolor y la voluntad se acomodan y acostumbran. Todo pareció más fácil después de decidirme, e insisto en colocar la palabra «pareció»  porque en realidad no lo fue.

Los días se hacen interminables en un centro de aislamiento. El trabajo es constante, se multiplica como las cabezas de la legendaria Hidra bajo la espada afilada de Heracles. El cansancio y el calor, las noches que no parecen bastar para el descanso. Cien personas se marchan aliviadas, con una prueba que corrobora que están sanos, y doscientos entran con la preocupación de llevar la muerte multiplicándose en sus venas. La tensión recae sobre nosotros, los voluntarios, al igual que en los médicos y todos los que intentamos frenar esta desgracia. Y todos estos enemigos conspiran para doblegarnos, pero somos resistentes, tanto o más que este endemoniado virus.

Y luego viene la ingratitud, la punzada letal del desconocimiento de aquellos que se creen presos sin razón ninguna. El desconocimiento y la desinformación es un mal terrible que enrancia nuestros esfuerzos y nuestra buena voluntad. Y la rabia envenena nuestra mente y nos devuelve al estado primigenio de animal que solo piensa en sí mismo. Es en ese momento, cuando la semilla infértil de la duda hace crecer enredaderas de espinos sobre el terreno llano que antes fue nuestro camino, en el que uno se pregunta: ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué arriesgo mi vida por unos desagradecidos que, lejos de ver la luz del sol solo critican sus manchas?

Vuelvo mi espalda a los comentarios hirientes, respiro profundo y cuento hasta diez. Luego, cuando la ira se ha consumido a sí misma como la llama de una vela, ya no les culpo y soy yo quien siente penas de ellos. Pobres almas, el miedo les nubla la visión, la terquedad les devora el raciocinio, el apego a las comodidades materiales les engaña y les impide admitir que la enfermedad no distingue ni discrimina.

― Cuánto te pagan los Castros ―me preguntó un iracundo paciente que cree que su desagradecimiento y su rabia le escudan del Covid-19.

Entonces, como en un extraño retroceso mis dudas se aclararon, mi furia desapareció y supe que era valentía. Ahora sé que el amor a la humanidad y a la esperanza de un futuro mejor son sus sinónimos. Valiente, como dije al principio, no es el que sin pensarlo se arroja hacia el peligro, valiente es el que a pesar de sus miedos y su angustia sabe que lo correcto es lo que debe hacerse. No es una cuestión de política ni ideales envalentonados, se trata de humanismo, de compadecerse de los que sufren por cualquiera que sea la causa, el humanismo.

― Mi pago es la satisfacción de que hago lo que se debe ―le contesté con una sonrisa invisible, pero presente tras la mascarilla―, el agradecimiento de que no les dejamos morir y que hicimos todo lo posible por salvarlos y salvar a sus seres queridos.

Autores: Bruce Iam González Marrero

                 Luis Ignacio Arteaga Alejo