Hoy te pienso. Quiero escribirte. Y aquí estoy casi obligado, ante una página en blanco, para dedicarte las palabras que no me salen. Mientras tanto, pensaré con mis dedos qué es de mí desde que soy de ti.

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Contigo todo cambió. Ya no tengo novia, dice que no podía compartirme, y entonces te elegí. Ahora uso espejuelos, claro, la vista se cansa de leerte tanto, de verte siempre. Ya no me alimento como antes, entiendo la parte de humilde, pero mujer, no se te da bien la cocina. Es que ni descansar puedo, tus hijos pequeños no duermen de noche y no callan nunca. Tampoco sé cómo me dejé meter en tu mundo de gente muy culta y aún más arrogante.

Pero me gusta tu ciudad, a fuerza de madrugones y caminatas aprendí a desandar sus calles estrechas. Me agradan esos foráneos a los que tú, bondadosa, les diste asilo, pero los recelo, porque me parece que a ellos también les gustas. Y esas noches contigo, cuando por fin estamos solos, y ese amanecer cuando corro a ver cómo te vistes de sol, no tienen precio.

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Quién lo diría, después de todo hay placer al violentar las palabras. Aquí tienes tu carta. Pero no te la voy a llevar a tu asiento de libros. Estira tus huesos, mueve tu cuello, baja del trono, mujer bronceada. Ven, toma tu carta. Mira, me tatué en el pecho tu nombre:

«Marta»

Por: Miguel Denis Duardo