La FEU me da la posibilidad de publicar un texto semanal en su canal en Telegram, y no sé quién está más loco: si ellos por dejarme hablar, o yo por creer que tendré algo coherente y entretenido que decir cada siete días. Me justifico convenciéndome de que hago esto para que mi canal gane algunos suscriptores, pero la realidad es que necesito escribir sobre la universidad, sobre su gente, sobre esos momentos cotidianos que ahora se extrañan tanto.

Tal vez entre párrafo y párrafo descubra cómo calmar esta puñetera sensación de vacío o, luego de reescribir cuatro veces la misma oración subordinada, olvide que llevo demasiado tiempo sin ver a mis amigos, sin caminar por los pasillos de mi facultad, sin despertarme en una litera.

Ahora mismo se extrañan tantos pequeños detalles: el frío tremendo de enero y febrero, la cola de las frituras, el pan caliente que comprábamos a media noche, la Wi-Fi gratis, los festivales, Betty gritando «El dobleeeeee», las largas conversaciones donde siempre terminábamos arreglando el mundo, las chicas del 900 molestas porque se quedaron otra vez sin corriente (y los varones diciéndoles que ellas viven en la comunidad primitiva: sin agua y sin luz).

Se extraña lo bueno y lo malo. Incluso los momentos tensos y desalentadores adquieren ahora un carácter meramente anecdótico. Por desgracia, la COVID-19 volcó patas arriba todos los planes de nuestro futuro cercano. Muchos salimos del campus en la mañana del 24 de marzo de 2020, confiados de que la suspensión de las clases sería cuestión de pocas semanas. En ese momento no lo sabíamos, pero la mayor pandemia del último siglo solo comenzaba a extender sus manos virulentas por toda la Isla.

Desconozco cuántos de aquellos muchachos que pensaban volver pronto a las aulas, acabaron contagiándose con el coronavirus. Ignoro si alguno de ellos ya no podrá regresar nunca, y prefiero seguir sin saberlo. Cuando volvamos, y se llene nuevamente el Parque de las Mentiras, comprenderemos que esos pequeños grupos de gente hablando sin parar, esas risas estridentes, esas historias demasiado increíbles para ser ciertas, esa polifonía de voces jóvenes y despreocupadas, son la sensación más cercana a la felicidad que podremos experimentar.

Me gustaría creer que ese día en el Parque de las Mentiras faltarán solamente los que se graduaron. Y que entre las carcajadas y los cuentos, no habrá ningún silencio incómodo ni la confesión de una pérdida irreparable. Ojalá que alguien esté tocando guitarra, que la gente ría, y que mis hermanos, los hijos de doña Marta Abreu, recuperen el tiempo perdido durante esta pandemia.

Por Neilán Vera, estudiante de Periodismo

Tomado de Criollito