El mundo tras las rejas no resulta un paraíso. Las miserias humanas surgen desde lo más profundo. La soledad y la desidia reinan allí, tras las rejas. Comprender este mundo, empatizar con él, resulta algo bien difícil. Solamente la historia de alguien que ha vivido por más de 20 años en una prisión, mueve tales sentimientos.
Todo esto cobra vitalidad en La mordida de Dios, un testimonio narrado por el escritor villaclareño Amador Hernández Hernández. En este cuenta la historia del Príncipe de la Celda, un recluso que pasó su vida en las cárceles cubanas. Gracias a su amigo, el periodista Alberto González Rivero (Güinía), el autor llegó a esta peculiar historia. Aunque no es el primer testimonio que escribe, este ha marcado un antes y un después en su vida.

¿Cómo llegó a la historia del Príncipe de la cárcel? ¿De dónde surge la idea de escribir un libro sobre él?

Llegué a la historia de este singular príncipe casi por casualidad. Sabía un poco de ella por la vox populi, que lo convertían en algo de leyenda, porque, cuando yo vine a vivir a Calabazar de Sagua, él se encontraba aún preso.

Fue el amigo periodista Alberto González Rivero (Güinía) el que primero me habló del proyecto y de la posibilidad de encontrarme con una historia dura, pero muy atrayente. Yo había escrito algunos libros que tocaban historias carcelarias, no con una visión totalizadora, sino de manera parcial: Yo también maldije a Dios, La medianoche del cordero y Desnuda estoy ante Dios. Esta última por el anhelo de descubrir las verdades no contadas sobre el régimen carcelario de mujeres en Cuba, una temática muy poca explorada en la literatura testimonial de la isla.

La mordida de Dios

El protagonista de La mordida de Dios necesitaba contar su vida por 20 años en diferentes penales cubanos. Y para otros amigos, igualmente, esa historia me estaba reclamando a gritos. Tendría la dicha única, por soñada, de hallarme frente a frente con un hombre que había logrado convertirse en un mito, no solo en Encrucijada, sino mucho más allá del perímetro geográfico donde habían transcurrido su niñez y adolescencia. Confieso que tuve que hacer una preparación psicológica para realizar este proyecto, que, emocionalmente, podría sobrepasarme.

Esta osadía me costó muy caro, porque desde entonces siento que las sombras de este libro me persiguen a todas partes que voy; me avergüenza reconocer que todavía no logro librarme de ciertos recuerdos perturbadores.

El mundo de prisiones adentro está lleno de mitos en nuestro país. ¿Por qué adentrarse en esa historia tan escabrosa?

Las razones las manifestó la intelectual cubana Caridad Tamayo Fernández cuando, al ser entrevistada por la periodista María Karla Fleitas Ledesma, para la revista Casa (27 ENERO 2023), respondió:

«¿Por qué la narrativa carcelaria?, porque es la más extraña y la más difícil, sobre todo definir hasta qué punto es ficcional y hasta qué punto testimonial; pero eso es algo que me apasiona. Buscar, definir, estudiar y tratar de ubicar los libros desde esa distinción. Realmente me interesa lo ficcional en la medida en que de ello afloran cosas inexistentes en los testimonios. Lo testimonial, ¿hasta qué punto no es ficcional?

»La memoria es selectiva y depende de las condiciones del entorno, de los miedos, las vivencias, los estados de las personas; puede ser una creación del subconsciente. Pero puede ser establecida la distinción por determinados elementos de veracidad o avalados históricamente. En la ficción hay verosimilitud y hay verdad desde la construcción de un mundo otro. Es realmente apasionante y complejo».

Como escritor y profesor de literatura, constituyó un desafío que me impuse. Ansío examinar más en la obra carcelaria de esos autores que dejaron una huella profunda en esta temática, aun cuando -como los siguientes- solo lo hicieron movidos por las circunstancias, algunos desde la narrativa y otros desde la poesía: Plácido de la Concepción Valdés, Juan Clemente Zenea, Martí, Villena, Pablo de la T. Brau, entre otros. Uno de los pasajes que más me conmovió del libro Antes que anochezca de Reinaldo Arena es aquella en el castillo del Morro: el escritor, aferrado a su ejemplar de La Ilíada de Homero, por miedo a que algún preso se lo robara para torcer cigarrillos, mientras escribía cartas de amor a los criminales que lo rodeaban.

Foto: Cortesía del entrevistado, tomada del perfil de Facebook de Vanguardia.

La literatura carcelaria es tan emotiva como perturbadora, se sufre mucho cuando un autor -como yo-, no logra tomar distancia de los libros. Estas historias son capaces de llevar a momentos de reflexión sobre asuntos muy complicadas, pero al mismo tiempo es muy gratificante. Se ha escrito muy buena literatura en ese campo fuera y dentro de Cuba, aunque dentro del país aún subsisten ciertos tabúes a la hora de promocionar y darle el verdadero espacio que merecen las historias de presos comunes; por tanto, la crítica ha mostrado cierta indiferencia ante estos libros. Las promociones y recomendaciones de su lectura les deben más a los lectores naturales, que se han convertido en sus mejores promotores. Y mire, qué cosa, muchos de estos libros han sido fuente temática para el cine, una atracción más para los cinéfilos.

No es la primera vez que escribe testimonios. También escribió el libro Cleopatra la Reina de la noche, un testimonio igualmente desgarrador. ¿Qué le llama la atención de este género?

Las historias de vida me han atraído siempre. Soy de los que piensan que los seres humanos están hechos de una masa literaria impresionante. Cualquiera de sus historias, por insignificante que parezca a los oídos, una vez literaturizada, se vuelve de interés público. El autor tiene la posibilidad, única, de adentrarse en los más complejos entretejidos de emociones, actitudes, reacciones, sentimientos solo explicables y entendidos cabalmente desde el arte, y la literatura, bien se sabe, es el arte de la palabra, capaz de despertar las más variadas reacciones en el ser humano. El perdonar o condenar, o aplaudir al protagonista depende en gran medida de la maestría con que el autor logre contar su vida.

¿Cómo logra entrar en la piel del testimoniante para escribir la historia en primera persona?

Primero me desnudo de todos los prejuicios, de todos los demonios que pudiesen atacarme. Hablar muy poco, pues no es mi historia, es la de él o ella, por tanto, hay que respetar, por ética y agradecimiento, lo que el testimoniante quiera revelar de su vida. No interrumpirlo para insistir, para replicarle. Debe sentirse libre de presiones, de camisas de fuerzas, de que va a ser juzgado. Olvidarme que soy un escritor, frío y calculador, que disimula sus emociones. Me impongo una empatía con el narrador, pensar que soy yo el protagonista, o un gran amigo e incluso un hijo mío y, por eso mismo, sufrir sus recuerdos, sentir sus angustias, emocionarme hasta lo indecible.

Alguna vez conté que, en una decisión temeraria, logré que el protagonista de La mordida de… no contraatacara, en una tarde de carnaval, a un exrecluso con una botella rota. Me dio lástima, que, en su delicado estado de salud, tuviese que regresar a la cárcel después de haberla sufrido ya por más de 20 años.

Si volviera a escribir La mordida de Dios, ¿cambiaría o agregaría algo?

Jamás volvería a escribir La mordida de Dios. Después de haberla corregido una y mil veces, decidí no regresar nunca más a esta historia, tal vez por eso me persiga, me perturba, me duela tanto. Un libro, que tan bien ha pegado en el interés de los lectores, y ya ves, es un libro que me atormenta, un libro maldito, que todos los días me convence de que no debí haberlo escrito.  Si no lo he acompaño más en sus presentaciones, él sabrá perdonarme.

¿Siente compasión por el Príncipe luego de escribir su historia? ¿Qué aprendió de él?

Mis sentimientos son tan encontrados con respecto a este príncipe, que logran ser inefables. Cuando pienso en él, siento que se me despierta lo mejor que, de humano, hay en mi espíritu: piedad, compasión, perdón. Por eso le pido a Dios, desde el silencio que se respira en los camposantos, que lo acoja en su seno, porque el hijo pródigo ha regresado a su regazo.

De una historia como esta se aprenden las mil trampas que puede ponerte la vida para que te equivoques y las consecuencias que, como la mela en la piel del ganado, dejan marcadas estas trampas para toda la existencia en el corazón abandonado de un hombre; pero, sobre todo, se aprende que siempre hay un tiempo, por pequeñito que parezca, para arrepentirse, para regresar al sendero del que nunca se debió salir, que todo ser humano, aun presionado por las circunstancias más adversas, no debe perder sus esencias y luchar por la vida, porque no hay otra.

Por Chábeli Rodríguez García, periodista del Vanguardia.

*Esta entrevista se publicó, originalmente, en Vanguardia, en una versión reducida.