Resulta sorprendente cuán rápido puede cambiarnos la vida. Un día estamos en casa por el confinamiento y desde la tranquilidad del hogar recibimos una llamada. Luego, al siguiente, nos encontramos en un centro de aislamiento y por voluntad propia, más próximos que nunca al virus que todos desean a mil años luz. Así le sucedió a Javier Iglesia Palmero, joven profesor de la carrera de Licenciatura en Turismo. Su respuesta no se hizo esperar, sin titubeos aceptó el desafío y cargó consigo la insignia de su Facultad de Ciencias Económicas hasta la Sede Félix Varela.

Pensando en su actitud me llega el recuerdo de una amiga estudiante de Turismo que me hablaba de una máxima de su carrera: lo nuestro es “la vocación por el servicio”. Supongo que la expresión se refiera a la incondicionalidad de estos profesionales a la hora de servir a los clientes, pero en el caso de este joven, dicha frase se redimensiona hasta alcanzar un concepto más allá del sector comercial. Javier tiene vocación por servir a la vida.

“Es la primera vez que me enfrento a algo así. En la carrera jamás nos prepararon para eso y en la vida jamás me ha tocado lidiar con nada parecido. No hay ningún nexo entre lo que estudié y lo que hice ahí, pero bueno, sobre la marcha fui aprendiendo”.

Para él esta Sede universitaria no es un sitio desconocido pues vive apenas a cien metros del lugar y acostumbraba a jugar fútbol cada tarde allí, por lo que el “Pedagógico” representa en sus palabras “algo así como mi patio de recreo”. Lo cierto es que esta vez las circunstancias que lo llevaron hasta ahí eran bien distintas “no iba a jugar sino a trabajar y muy duro”.

La jornada iniciaba temprano, entre las 7:30 y las 8:00 de la mañana. Su faena era bastante complicada pues era de los primeros en comenzar y la completa indumentaria protectora dificultaba la realización de las actividades.

“Parecía un traje para ir a la luna. Teníamos que usar botas de goma, que a muchos de nosotros nos hicieron bastante daño, sobre-batas, cubre-botas, gorro, nasobuco, careta para los ojos, y por si fuera poco una careta de goma encima de la mascarilla, además de llevar hasta dos y tres pares de guantes al mismo tiempo. Era bastante complicado trabajar de 3 a 4 horas con todo aquello encima. Terminábamos tan cansados como si lleváramos en un surco toda la mañana”.

Respecto a su labor me cuenta luego, “lo primero era saludar al paciente, preguntarle cómo se sentía y si tenía alguna ropa sucia. Lo que más recogíamos eran nasobucos, sábanas y toallas. Después pasábamos a recoger los desechos que había en el cuarto y por último en el baño. Ese era el procedimiento”.

Una vez visitados todos los locales del edificio tenían que compilar toda la ropa sucia y trasladarla en un carro hasta la lavandería. Muchas veces debían regresar por la tarde a recoger la ropa lavada del día anterior.

Concluidas las labores diarias, empeñaban el tiempo libre en descansar. Pasaban mucho tiempo durmiendo porque el trabajo era, cuando menos, agotador. Luego por las tardes, en algunas ocasiones, jugaban baloncesto; en otras simplemente permanecían en su cuarto compartiendo entre todos. Así, entre conversaciones, jaranas y juegos pasaban el rato y mantenían el miedo a raya.

“Siéndote sincero no tenía tanto de qué preocuparme. Más allá de las inquietudes normales de saber que estás en un lugar donde corres muchos riesgos, tratando con personas que pueden estar infectadas y te puedes contagiar, siempre supe que mientras cumpliera con las medidas higiénico-sanitarias establecidas no habría problemas. Entre los compañeros nos manteníamos bien informados y siempre nos cuidábamos el uno al otro para que todo saliese bien, y como siempre decíamos “salir de aquí sanos tal cual entramos”.

Le pregunto por su familia pues sé lo complicado de entender que uno de sus miembros pretenda asumir tal compromiso. “Fue un capítulo un poco difícil pues en mi caso mis padres no viven conmigo y prácticamente se enteraron cuando ya estaba allí adentro, fue una decisión que tomé para evitar que quisieran impedírmelo. Luego que entendieron lo necesario de mi labor, el apoyo fue incondicional y la respuesta fue la que esperaba de ellos. Manteníamos comunicación constante y sabiendo que estaban bien yo estaba más tranquilo. Mi familia ha sido el soporte para llevar a cabo esta tarea”.

Quizás una de las realidades que más sacudan en esta labor, además del riesgo del contagio, sean los factores psicológicos que implica el interactuar directamente con personas en estado de pánico y ansiedad.

“La verdad uno se siente un poco extraño. Nunca había experimentado algo así, pero si te soy sincero no experimenté miedo ni nada por el estilo. Aunque es bastante incómodo esa sensación de impotencia por estar ahí y no poder hacer nada por aliviar su situación, salvo darles un poco de ánimo y algunas palabras de aliento; no somos médicos ni psicólogos y nuestra labor se resumía en cumplir nuestro trabajo. Es complicado porque las personas se irritaban bastante, sobre todo los que llevaban varios días ahí”.

Ávido por conocer su reacción me apresuro a preguntarle, con la misma inmediatez de la llamada que lo ubicó al servicio de la vida y le disparo a mansalva “¿Y si lo volvieran a llamar?” Su respuesta tardó lo suficiente como para dejarme claro que esa propuesta ya se la había formulado él mismo, mucho antes de que a mí se me ocurriera.

“Siempre estuve consciente de lo que iba a hacer y a lo que me enfrentaba. Fue una dura experiencia, y te digo que no lo hice por méritos ni certificados, sino que lo asumí con la mayor disposición del mundo. Sabía a lo que me iba a exponer, pero también que ayudaría a muchísimas personas. Y aclaro, la disposición sigue presente, aunque hay muchos que pueden y deben hacer lo mismo y si nosotros dimos el paso al frente creo que es hora de que otros asuman la responsabilidad, que lo hagan también.”

Tomado de Brújula Sur

Por: Alejandro Javier López García