Mi madre fue la María Pintura.

Solo yo supe que se llamaba Isabel

Y que le gustaba que le dijeran mamá Chabelita

Y que lloraba por gusto al ver salir el sol

y que le gustaban unos caramelos en forma de pescaditos

porque decía que se parecían a mí.

Roque Dalton

Los versos de Roque Dalton citados en el exergo, los leí en el inicio mismo de mis estudios de Periodismo en esta universidad. Han pasado casi 17 años desde entonces. La mitad de mi vida. Y no he podido olvidarlos.

Cuando los leí por vez primera era, lo que pudiera decirse, verdaderamente joven. Como de otras muchas cosas, en aquel momento, tenía una idea en ciernes de la poesía, del sacrificio, de los sueños y de la vida.

Pero, comenzaba una etapa que me llevaría hacia muchas personas, que es lo mismo que llegar a muchos lugares, porque cada ser, como decía mi abuela, es un mundo. De las muchas personas que he alcanzado a conocer en todo este tiempo, en este instante vienen a mi mente aquellas que, por razones profesionales, debí entrevistar ante la llegada del segundo domingo de mayo. Madres todas, por supuesto, en justo honor a un Día que, en este país, es sagrado.

Desde que tengo conciencia, recuerdo que el segundo domingo de mayo se llenaba mi casa con todos los hijos, nietos, parientes, vecinos y amigos de mi amada abuela, raíz y tronco de la estirpe. La casa llena, incesante, porque era su día y era el más feliz de todo el año.

Recuerdo que exparcía los regalos y postales dedicadas en su cama, para mostrarle a todos los que llegaban a verla los diversos presentes que había recibido. Nada importaba lo que fueran. Pero, importaba, y mucho, que estuvieran allí todos los pequeños obsequios que atesoraba: postales de colores, dibujos de los nietos, dulces, adornos, flores… Abuela miraba con orgullo hacia su cama y —solo con el tiempo lo entendí— lo que veía era cuántas personas la querían, cuántos no la olvidaban.

Mi abuela había estudiado solo hasta 6to grado. Nacida en el año 1921, había tenido que comenzar a trabajar a los siete años de edad ayudando a su padre a cargar carretas de caña —y no dejó de trabajar ni un día de la vida, mientras pudo caminar. Durante toda su infancia y adolescencia también había ayudado, y mucho, en la dura crianza de sus 17 hermanos menores, a varios de los cuales le tocó ver morir siendo aún niños, con un dolor que cargó por el resto de sus días. Luego, había tenido y criado a sus cuatro hijos, sus 10 nietos y tenía ya, en el momento de su muerte, 10 bisnietos. A todos nos ayudó a crecer.

Si a estos, sumamos también los hijos de otros parientes más o menos cercanos, los de los amigos entrañables, los de los muchísimos vecinos, y más compañeros de trabajo y de movilizaciones para las zafras de caña y algodón, entonces, podemos imaginar las proporciones de los tantos otros que abuela había ayudado también a criar, fuera del limitado marco de la familia.

El resumen de tanta entrega y amor a los demás se vivía cada segundo domingo de mayo. Tanto los que visitaban la casa, como los que llamaban o enviaban postales desde otros países, y hasta los que murieron en algún punto del camino antes que ella, todos, estaban presentes ese día. Todos la acompañan por una razón muy simple: todos fueron sus hijos. Y una madre nunca olvida a sus hijos, y de una manera u otra, ellos la llevan consigo a cualquier lugar de este u otro mundo.

Cuando comencé a estudiar en la Universidad, abuela tenía más de 80, y el peso de los años y del sacrificio le habían pasado factura, aunque seguía en pie. Poco después, un accidente doméstico le costó una fractura en la cadera izquierda que se llevó sus últimos pasos. Sin poder andar pasó los ocho años restantes de su vida. En esos años difíciles, aunque la vida no fue la misma, cada segundo domingo de mayo, llegaron las visitas y los obsequios de todos los que ella esperaba. La familia creció con los nuevos miembros que nacieron, con los esposos y esposas de los nietos ya crecidos, y los hijos y amigos, aunque cada vez más viejos, siguieron llegando, como siempre, para comer juntos el pan de la mesa preferida.

Para cuando abuela ya no estuvo, mis ideas de la poesía, del sacrificio, de los sueños y de la vida habían cambiado mucho. Entre otras cosas, porque ya no era yo tan definitivamente joven, y porque la terrible pérdida de lo querido te lastima de forma irreversible.

Si embargo, no puedo decir que no tuve cómo seguir mi camino. Abuela se había ido, pero me había dejado una gran parte de su manera de ver la vida, que en esencia, consistía en verse en los demás y en ser capaz de querer, sin esperar, siquiera, que te quieren de vuelta. Con la certeza de que terminas ganando cuando entregas, de que no te vas del mundo sin recoger el cariño sincero que sembraste y de que la vida, al fin, no se detiene.

Y así, otra vez está cerca un segundo domingo de mayo. Y trabajo en la universidad donde comencé a estudiar hace casi 17 años, donde leí por primera vez el poema de Roque Dalton a su madre, y me conforta el hecho de haber conocido aquí a tantas madres que se parecen a abuela.

Tantas madres entre las sacrificadas e incansables «tías» del comedor y la residencia estudiantil; entre las constantes y esmeradas mujeres de la administración del Rectorado y el U-4; en las facultades, entre las admirables profesoras, investigadoras y trabajadoras de secretaría; entre las que no tienen horario para cumplir los rigores de sus cargos de dirección; entre las indispensables que conforman el personal de servicio en cualquier rincón de esta gran casa; entre mis queridas compañeras de trabajo. Madres todas, unas, con hijos del cuerpo; otras, con hijos del alma. Tantas madres que he visto hacer de esta universidad su hogar y de todos los que les rodean, sus hijos.

Y por la fortuna que ha sido poder entrevistar a muchas de ellas, guardo el preciado recuerdo de que me hayan compartido el misterio de su edad, su palabra preferida y su mayor temor; he podido saber incluso más: cómo prefieren ser llamadas por quienes les quieren, qué las conmueve hasta el llanto, qué las enfurece en lo más hondo, qué las sostiene cuando todo zozobra. Les he tomado fotografías, nos hemos conmovido mutuamente, me han contado sus sueños.

En la víspera de cada segundo domingo de mayo las recuerdo. Me conforta la belleza del espacio que ocupan, que llenan, que desbordan, dentro de la vida de la universidad, todas las que conozco y también las que no.

En la víspera de cada segundo domingo de mayo, pienso que todas ellas me acompañan. Y fuera de este lugar, me acompaña también la fortaleza que es mi madre, quien cada día, porque la vida es un ciclo sin fin, se parece más a abuela.