Apenas la aurora se levanta en la ciudad de Marta y el Che, toda Santa Clara se viste un chal perfumado con aroma de mujer.

En una casa remota, al pie del Capiro, una cafetera cuela el néctar preferido del cubano. Una sombra se disfraza entre los muebles del hogar, sumida en el más fino silencio. Recorre calmada cada cuarto dando la gentil caricia a los rostros bisoños del hogar.

¡Sí, apenas alumbra el alba, Santa Clara tiene un rostro de mujer! Deambulan compulsivas de un lado a otro en su inefable afán de tener todo listo al pie del cañón.

La ama de casa cuida y fertiliza, como vivo fermento de alegría, cada recuerdo hogareño. Viene y va, calmada y deprisa. Nada en el hogar se ejecuta sin su perspicaz vistilla, que amansa todo, hasta el sabor del pan.

Inés, Cecilia, Juana, Julia o Marta… sus nombres se difuminan cual principio existencial de la vida. Ellas reconfortan, velan, aconsejan, edifican, aman y sanan.

Nada podría seguir siendo lo que es sin el toque suave y blando de un corazón de mujer.

Y aun así se levanta, y la ama de casa se transforma en doctora, maestra, ingeniera, dirigente, estudiante, guerrera. No existe un solo ápice de Cuba, de nuestra orgullosa Santa Clara, que no esté colmado por ellas.

Cual fervientes defensoras del día a día, de lo cotidiano, marchan como un ejército de flores rumbo a la eternidad; y es que todos sabemos, que incluso Cuba, tiene nombre de Mujer.